Celeste Grillo presenta el 2do capítulo de Veinticuatro Alacranes
Veinticuatro Alacranes es una nueva propuesta de la escritora y vecina Celeste Grillo. Será presentado en Castelar Digital para que todo vecino pueda leerlos. Se trata de tres capítulos basados en la experiencia personal de la autora sobre un viaje místico a Maillín Alto, un paraje solitario de la Patagonia, cercano a El Bolsón.
Celeste Grillo también es la autora de ‘La doble vida de Guillermo, Crónica de una modelo vivo’, obra por la que fue entrevistada por Castelar Digital a principios de este año (Ver: Celeste Grillo: “La literatura es una aventura cultural”).
Si aún no leíste el primer capítulo de Veinticuatro Alacranes te invitamos a hacerlo, a continuación está el segundo capítulo:
Veinticuatro alacranes ( Parte 2 )
La mesa ratona, el sillón de madera construido a machetazos, el cenicero contra la pared, mis borceguíes sobre la mesa ratona, cerveza artesanal y flores; el rectángulo de la ventana, por el que la luz crepuscular entraba indirecta y mitigada; el rumor del bosque llegaba a mis oídos irreal, concentrado, como en un grumo.
El Amor Infinito es la única verdad, todo lo demás es ilusión, así se titulaba el libro que me prestó el hombre hurón. Conflicto entre ficción e historia, con sus mil metamorfosis: religión, ciencia, utopía y realidad, sueño y vigilia, mentira y verdad, especulación y demostración. David Ay, el autor, alérgico al aburrimiento pero sin voluntad de estilo. El orden que le confirió a las informaciones que se desplegaban en el texto y la diversificación de temas le quitaban eficacia técnica. C’etait n’importe quoi: citas, poemas, explicaciones con tufo a autoayuda, explicaciones tautológicas, anécdotas personales, gráficos, ilustraciones horrendas, intertextualidad con la película “Matrix”, Iluminatis, reptilianos, ADN, toma de ayahuasca, don Juan Matus, chakras, Jung, visiones e insights, MasaruEmoto, el agente Smith y la chica del vestido rojo, la Matriz, Monsanto, vacunas, floruro, mercadotecnia, Prozac, pastilla roja o azul, calendario Maya, ilustraciones graciosas de reptilianos, más tautologías, universos paralelos, Hollywood, conspiración global, ondas vibratorias, rituales satánicos, dibujos de pacientes de un psicólogo australiano que fueron víctimas de rituales satánicos. Ahí me detuve, en esos dibujos que cerraban el diverso relato.
El orden del texto o su aparente caos, comunicaban el sosiego que la realidad no sabía transmitir: lo experimenté como lectora. Fue como si una onda errabunda, una imagen ámbar y espesa se hubiese reflejado, al pasar, durante unos instantes, en mí, y hubiese continuado, después, dejándome en ese otro estado más firme, más permanente, en el que todo se presenta accesible. La cabaña se me ofrecía con transparencia. En donde había visto detalles ornamentales comencé a ver otras cosas, huellas de algo enturbiado que tenía que forzar a revelarse. Empecé con un orden que yo entendí como el principio: la flecha invertida que estaba en la puerta de entrada a la cabaña. “Es el símbolo de Sagitario” había dicho mi anfitrión; hasta ese momento había pensado que podía ser la estilización de Sagitario, en lugar del centauro lanzando una flecha, la flecha, invertida, del centauro. Pero esa misma flecha, así, invertida, abría la serie de dibujos de la víctima de rituales satánicos del texto de David Ay. Se debe creer en lo que se ve y en lo que se intuye. Lo mismo sucedió con el sillón, era raro, como si lo hubieran construido a machetazos, demasiado grande para ser de un cuerpo y demasiado chico para ser de dos. Ese tamaño y forma eran similares al sillón ritual de los dibujos de la víctima del satanismo y no pude volver a sentarme a leer ahí… Hasta ese momento tampoco le había prestado atención a las botellas incrustadas en la pared de adobe, en el primer pantallazo visual me había parecido una disposición tosca y sin el menor sentido del diseño, no me había detenido en esa botella diferente: transparente y con un dibujo negro; era la representación de un dragón de dos cabezas, exactamente igual al de la víctima del libro.
El viento chocaba contra un llamador de ángeles que colgaba desde la ventana del altillo donde dormía. El rumor del llamador de ángeles me recordaba a las nenas rubias, vestidas de blanco que se hamacaban o saltaban con una soga al final de las películas de Freddy Krueger. Sentí pena por mí y también risa; risa de un momento que comencé a vivir como ridículo. Para sortear esas sensaciones, encendí el pequeño minicomponente de los años 90 que había llevado al saber que no tendría internet. Puse un CD de GoranBregovic y empecé a saltar. Cuando paré, transpirada, para armarme un Fernet la música se detuvo sola. Pensé que quizás el equipo de música tenía un timing; no me acordaba si lo había regulado para que se apagara después de un determinado tiempo. En el momento en que estaba por poner play otra vez, escuché tres tiros. Me pareció que venían del lupular. Pensé que el sereno del lupular querría dormir y la música le molestaba. En efecto no se debería escuchar otra cosa que no fuera el alarido del balcánico “Alckohooool”. Pero no tenía sentido esa sincronización anti-música entre la cabaña y el sereno del lupular (si es que de ahí habían provenido los tiros) la bebida estaba haciendo de mi diálogo interno algo completamente irracional. Lo más probable era que un problema de conexión entre los circuitos del equipo lo apagara y algún animal se hubiera metido entre los cultivos de lúpulo. Por deducción supe que estaba atemorizada: mis pasos eran extremadamente pequeños y cuando escuché el llamador de ángeles di un respingo, con esa sacudida me volqué Fernet.
Por un momento no supe si quedarme sola en la cabaña o ir a dormir a lo de mi amiga. Si me hubiera ido, tendría que haber conducido por ripio en pendiente, curva y contra curva, a oscuras, hasta llegar a la ruta 40 que también estaba oscura. De ahí tendría 25 kilómetros hasta el pueblo y luego, tendría que haber subido a Loma del Medio, uno de los barrios más malandrines de Bolsón cuyas calles, de greda y pozos, estarían resbaladizas después de la lluvia. De yapa, la casa de mi amiga estaba en medio de un bosque nativo al cual se llegaba por un sendero que había que cruzar a pie.
Movilizarme implicaba asumir muchos riesgos. Me quedé en la cabaña, con la idea de que la poca gente que me rodeaba estaba armada y yo no.
Negada a dormir en el altillo, tan cerca del llamador de ángeles de “Pesadilla I, II, III y IV”, bajé mi bolsa de dormir y un aislante dando pequeños pasitos tambaleantes. Antes de acostarme en el piso del comedor revisé los zócalos y encontré dos alacranes muertos en la coyuntura de la cocina y el baño, otros dos debajo de la escalera. Extendí mi bolsa de dormir, perpendicular al silloncito ritual, y tracé un óvalo con insecticida en torno a ella. Sin embargo, me fui a dormir con la sensación de que los alacranes venían a protegerme.
Esa noche tuve un sueño definitivamente kafkiano que, seguro, estuve incubando en la oscuridad de mi inconsciente, como una fiebre, desde el momento en que vi al primer alacrán. Por fin, salió en mi sueño: al principio, aparecieron una sucesión de imágenes desordenadas, paisajes de Bolsón, nieve y sol, cerveza artesanal y chapatis, el sonido del digeridoo descendiendo de la montaña. De uno de esos cerros salía el hombre hurón y quemaba la obra de Franz Kafka y, con la última página hecha cenizas, el pueblo desaparecía. Entonces, a lo largo del marrón Quemquemtreu, los hermosos alacranes se despertaron para descubrir que se habían convertido en horrendos hombres. Salí del sueño en el que estaba al sentir una especie de fuerza presionando sobre mi cuerpo, como si una columna de aire enrarecido desequilibrara la tensión de los líquidos de mi cuerpo. Por un momento no comprendí nada. Todo mi cuerpo estaba todavía, en muchos sentidos, impregnado del sueño, que fue así: echada en la bolsa de dormir, una columna de aire espeso presionaba sobre mí, luego avanzaba hasta sacudir mi rostro, como si el viento me golpeara la cara o un gigante soplara en mis narices.
Continuá leyendo el 3er capítulo aquí.