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Rincón Literario
6 Ene 2019

Celeste Grillo presenta el 3er capítulo de Veinticuatro Alacranes

Llegó el último capítulo de Veinticuatro Alacranes pero no por eso el final. El bosque de cohiues, el campo de lúpulo, el hombre hurón, los alacranes, los libros y el anfitrión de la casa. Celeste Grillo a través de su propia experiencia nos invita a mirar distinto los espacios que habitamos.
El primer capítulo nos traslada desde Haedo hasta Maillín Alto, un paraje rural enclavado entre cerros y bosques patagónicos. El primer capítulo se puede leer en el siguiente LINK

El segundo capítulos nos introduce en la cabaña que habita en soledad la protagonista de la historia, la que no parece estar sola. El segundo capítulo se puede leer en este LINK

En el capítulo final se devela la función y el sacrificio de los alacranes encontrados en la casa y la decisión final de la protagonista que limita su viaje y andanzas por la Patagonia:

El Mallín era un exceso de todos los sentidos. Al amanecer me fui a Puerto Patriada. Tenía que salir. Cuando llegué al pueblo y tuve señal, recibí un mensaje de mi amiga bolsonense. Decía que se iba por unos días a Piedra Parada a buscar arcilla. Durante un tiempo incalculable estuve en el lago. Un tiempo cuya duración era al fin de cuentas secundaria. Permanecí inmóvil en la orilla, aspirando el olor del agua, del agua salvaje, olor a detritus, a plantas acuáticas, a barro y a pescado. El agua lisa, sin una sola arruga, pulida como una lámina inmóvil que reflejaba el cielo de acero. Un trueno, lejano, arriba, entre las nubes bajas, aceradas y oscuras, me invitó a volver al Mallín, a la cabaña.

Cuando llegué vi que la luz del baño estaba encendida y me asusté. Como venía juntando mucho diálogo interno en relación a la cabaña, me asusté con miedo acumulado. En ese estado de voz entrecortada, pasos rápidos, cortos y tambaleantes corrí desesperada a decirle a mi anfitrión que la luz estaba prendida. “Fui yo” me dijo. “Entré porque te olvidaste la bomba del agua prendida, así que tuve que ir al baño a apagarla”. Estaba segura de no haber olvidado la bomba encendida. Aparte, después supe que había una tecla para apagarla desde afuera.  El fulano me caía mal, con su caroncha coloradota y sus ojos pequeños, suspicaces y atentos, como si quisieran intimidarme. Querría haberle dicho: mentira, no me olvidé de nada y lo sabes, entraste porque no soportas que una mujer sola no te necesite. Pero la cortesía de mi socialización era una cortesía a todo precio que me mantuvo en silencio; lo que no pude controlar fue el entumecimiento de mi rostro; sentí como mi boca se agarrotaba formando un rictus; un rictus de bronca y desprecio.

Pegué media vuelta y me fui sin emitir sonido. Entré a la cabaña con la mala leche de que la lucecita esa  del baño comenzó a titilar hasta que se apagó. No se había quemado la lamparita. Era peor. Se había cortado la luz. Así como pegué media vuelta, envuelta en un halo de silencio, en calidad de interesante, tuve que volver a dirigirme al gordito de mejillas coloradotas. Como no quería que creyera que lo necesitaba, me acerqué a su cabaña y desde el coche, y así como al pasar, le dije: “Se cortó la luz, por favor hace el reclamo lo antes posible así tengo luz antes de que anochezca. Gracias”. Lo que hice después, lo que se me cruzó por la cabeza como una suerte de “solución”, fue, en realidad, un verdadero acto desesperado. Fui a buscar al hombre hurón, no tenía a nadie más y necesitaba desahogarme. Cuando lo vi lancé una sobredosis de informaciones. Le dije: le alquilo la cabaña a un tipo que me está acosando, me quiso dejar sin gas, después sin agua, hoy se metió en la cabaña cuando me fui al lago. Ahora me quedé sin luz yo sola, porque él sí tiene luz… Es raro, no sé. Hay nidos de alacranes y todo.

El hombre hurón me convidó unas flores para tranquilizarme y se ofreció a acompañarme a la cabaña. Más relajada y con menos filtros, después de algunas secas, le conté la analogía que había encontrado entre las imágenes del libro que me había dado y algunos rincones de la cabaña. Me escuchó con una profundidad teutónica que a él lo hacía lucir casi célibe, y, cuando llegamos a la cabaña, solemne como una butaca, extendió su brazo sosteniendo un péndulo. Al rato me dijo: “Ya está limpia. Saqué diez entidades y nueve descarnados”.

Abrí una botella de vino y preparé una modesta picada con lo que tenía. El hombre hurón iba a dormir arriba, en mi cama, y yo abajo, en mi bolsa de dormir. Por un momento se me cruzó lo paradójico de la situación: había traído a dormir a la cabaña a un desconocido por una sugestión sobrenatural y una paranoia en torno a mi anfitrión. Rápidamente me corrí de ese lugar, cuando el gordo de mejillas coloradotas casi me tira la puerta abajo, con una violenta golpiza de piñas y patadas. Estaba decidido a entrar. Yo elegí sostener la civilidad y darle ingreso. El gordo indignado se metió en la cabaña, dándome un empujón; a pesar de que yo lo estaba invitando a pasar se llevó por delante mi hombro y brazo izquierdo. El gordo estaba rojo, ya no eran las mejillas las coloradotas, toda esa caroncha estaba al rojo vivo, y me gritó. Una locura. Me gritó. En su locura decía: “Quién es el hombre que trajiste acá con vos. Que se de a conocer. Vos pensarás que sos invisible pero acá estas a la vista de todos. Yo sé todo lo que haces”.

Apareció Hurón, tranquilo y solemne. Le dijo que era un vecino, muy amigo de mi amiga. Que había venido a comer y a hacerme compañía hasta que viniera la luz. Lo invitó a fumar un cigarrillo afuera. Yo no salí pero escuché que entre ellos hubo algunas coincidencias. Los dos eran oriundos de Quilmes, por ejemplo. Al entrar, Hurón me dijo: “Se calmó y se fue a su casa. Vi mucho de esto por acá.”

Cuando nos fuimos a acostar, Hurón me llamó desde el altillo para que viera un puñado de alacranes muertos al lado de la biblioteca. Contamos nueve. Le dije que hasta el momento había encontrado quince. Él nunca antes había visto uno. No pudimos hacer otra cosa que anclar la mirada en la biblioteca, en el lomo de los libros: yo no conocía ningún título pero Hurón parecía entender de qué se trataba. “Gnósticos. Acá en el Mallín Alto hay un grupo que practica el gnosticismo. Creen en la salvación a partir de la gnosis, del conocimiento. Todos los libros pertenecen a esta mística de la salvación. Pero este tiene el símbolo Iluminati, mirá…” y me acercó la tapa azul aterciopelada, con el ojo encerrado en un triangulo dorado.

Imitando el orden previsible de la vida, los viajes, como nosotros, nacen, crecen, envejecen y mueren. Esa noche fue la inevitable muerte de mi viaje. Por reflejo animal o justicia poética (me da igual lo que ustedes prefieran) a la mañana siguiente junté todas mis cosas y me fui.

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