Villa Dorrego vs Mataderos, era el partido más importante que teníamos que jugar. Kiko González nos dijo que era en Capital Federal. Fue lo único que nos dijo. Y él sabía dónde quedaba ese lugar.
 Esa mañana de sábado nos encontramos todos en la parada del 620 y tardó casi una hora en llegar hasta la General Paz. Bajamos y tomamos el colectivo 55 que iba por la Avenida Alberdi. Apenas 5 minutos y llegamos. Bajamos contentos con nuestros bolsos. Caminamos unas cuadras por adentro de ese lugar. Entramos por un tejido roto a un lugar donde había basura y pasto crecido, y nos dimos cuenta de que estábamos adentro de la villa; desde los pasillos los chicos nos tiraban piedras. Pero no les hicimos caso. Kiko González nos dijo que no nos apartáramos y siguiéramos todos juntos. Teníamos que llegar a la cancha que quedaba mucho más allá.

En ese lugar se veía una mole gigantesca que después supimos que era el Elefante blanco. Había una cancha de nueve, por donde cruzaba una vía muerta, nosotros seguimos caminando entre los pasillos. y llegamos al corazón de la villa. Y ahí estaba la cancha de la Ciudad Oculta. Y era una cancha enorme.

Los locales ya estaban ahí, peloteando entre ellos. Estaba lleno de gente. Apenas nos vieron empezaron a gritarnos pero a nosotros no nos importaba, nosotros queríamos jugar.  Llevábamos al mejor equipo de Dorrego que teníamos: al Negro Coria, al Sopa Báez, al Kiko González, a Miguelito Aragón. Y estaba yo también, jugador de medio pelo para abajo, pero inteligente. Y empezó el partido.  Nosotros teníamos camisetas de River, y ellos rayadas. A los 10 minutos vino el primer gol de ellos. Y después vino otro, y otro, y otro, no los podíamos parar. Volaban, corrían como liebres, jugaban de memoria. Después vino un gol nuestro pero nos estaban goleando. Terminó el primer tiempo. Nuestros jugadores se peleaban entre ellos, discutían. Y terminó el partido en una paliza terrible. Nos habían goleado. Caminamos, agachada la cabeza, y saludamos a nuestros rivales. Nos fuimos rápidamente de ese lugar. Pero teníamos revancha, teníamos una revancha que cumplir.

Cuando estábamos saliendo aparece un muchacho y nos dice: - ¿Ustedes saben contra quiénes jugaron? Y le dijimos que no.  - ¡Jugaron contra medio equipo de Los Cebollitas! Y a mí me quedó repiqueteando ese nombre en la cabeza: Cebollitas. Y pasó un mes y volvimos. Nos habíamos quedado con la sangre en el ojo. Hicimos todo el recorrido. Y pasamos de nuevo por la gigantesca mole. Pasamos por un lugar lleno de policías: era un allanamiento. Corría el año 1973.  Y nosotros éramos los mismos que habían perdido la primera vez. El referí pitó en medio de la cancha. Y empezamos a jugar. A los cinco minutos una pelota dividida y Miguelito Aragón la clavó en el arco. Y nos abrazamos, contentos porque veíamos que ellos no podían contra nosotros, eran los mismos pibes pero no sabíamos qué les pasaba.

Hicieron cambio. Ya estaba por terminar el partido. Faltaban cinco minutos. Y entró un chico con unas habilidades terribles, hacía sombrerito, taco, metía caño, medias chilenas, lo que nadie se podía imaginar hacía con la pelota. Primer gol, nos empataron cuando faltaba un minuto. Segundo gol. Y perdimos de nuevo.  Pero esta vez estábamos con la frente bien alta. Porque en casi todo el partido no nos habían podido superar. Y fuimos a darles la mano a cada uno de ellos. Y supimos quiénes eran los Cebollitas. Eran los campeones de los Campeonatos Evita que se hacían en esos años. Y estaba él, el Diez, el Pibe de oro, el gran héroe argentino, el Pelusa Maradona. Esta historia increíble es inolvidable y única para mí.