"Miércoles de Ceniza" por Cristina Cuestas
—¿Pasa algo? —consulté preocupada.
—Nada importante, solo quiero contarte una decisión que tomé, antes de hablar con tus hijos. Sabes como son mis ahijados de inquisidores —respondió quitándole importancia.
—¡Por Dios hombre! No me dejes intrigada —le pedí.
—Pues aguántate, más tarde lo sabrás.
Se abrieron las puertas principales del Hotel Dos Reis Católicos en Santiago de Compostela. Comenzó a sonar el tema Love of my life. Del brazo de su padre, mi bella hija cruzaba como una princesa el largo pasillo en dirección al salón. Sus hermanos, Kavi y Santi me abrazaron, pues vieron lo emocionada que estaba. Eduardo me tomó de la mano y me dijo:
—Gracias por cuidar a nuestros hijos.
—Disfrutemos, el mérito es de ambos. Pudimos haber fallado como pareja, pero como padres te aseguro que somos la mejor versión que podemos —nos abrazamos, pues sabíamos sin esperar nada a cambio que siempre estaríamos el uno para el otro.
La fiesta adquiría ritmo propio. Promediando la noche, le pregunté a mi amigo si quería fumar un pitillo. Salimos hacia la terraza, no sin antes tomar un champagne y dos copas del bar del salón. Al llegar descorchamos la botella.
—¡Por la felicidad! —levanté la copa y brindé.
—¡Por los cambios! —fue el augurio de mi cura.
—Dime Juan, ¿qué querías contarme? —pregunté intrigada.
—Me voy a Roma —contestó con seriedad.
Me quedé callada. No podía creer que después de tantos años decidiera abandonarme. En algún punto había fantaseado con la idea de él y yo.
—¿Realmente es lo que quieres? —consulté visiblemente triste.
—Es lo que debo hacer si quiero un cambio en mi vida.
—Pues entonces ¡suerte! —volvimos a chocar nuestras copas.
—¿Tú y mis ahijados estarán bien? —preguntó con la voz entrecortada.
—Claro que sí, sabes que te extrañaremos. Pero me parece correcto que hayas aceptado. Y cuando veas personalmente a Francisco, dile que una argentinita de Liniers le manda un fuerte abrazo.
—¿Volvemos a la fiesta? —preguntó Juan, se sentía ahogado junto a mí.
—Adelántate tú, yo iré en unos minutos.
Necesitaba reponerme de la noticia. Esperé unos instantes y bajé al salón. Era el día de mi hija y no iba a dejar que nada empañara esa dicha, aunque sintiera partirse mi alma.
Sobre el final de la fiesta, al quedar solo la familia, decidimos retirarnos a descansar. Los chicos se quedaron en ese hotel junto a su padre. Yo me hospedaría en otro que se hallaba cerca. Ya saliendo, mi ex esposo le encargó a Juán que me acompañara.
Al llegar a mi habitación, mi amigo me preguntó si tenía algo para el dolor de cabeza.
—Sabía que tenía los remedios por aquí. Juan, fíjate en esa bolsa que está sobre la almohada —le pedí mientras yo revisaba la valija.
—Aquí tienes de todo, pero ningún analgésico—contestó riendo sentado en la cama, asombrado por lo que había dentro de la bolsa. Hurgando entre risas, sacó una foto de ambos frente a la Iglesia Santa Eulalia de Banga.
—¿Qué haré contigo calabacita? —preguntó mirándome a los ojos.
—Pues te diré lo que yo haría y acercándome a su oído le dije lo que jamás me había atrevido a mencionarle.
Me abrazó y con mucha dulzura me hizo saber que su decisión estaba tomada. Él tomó mi boca como suya. Quería quedarme ahí, en sus brazos, cuando me dijo:
—No podía irme a Roma sin besarte, aunque fuese una vez, para despedirme.
Respiré profundo para juntar fuerzas y lo detuve.
—Lo siento Juan, tú no eres libre.
Tardó unos minutos en incorporarse de la cama. Cuando lo hizo se paró dirigiéndose hacia la puerta.
— ¡Escucha cura tonto!. ¿Sabes que no me quedaré esperando a que vuelvas de Roma no? —le dije furiosa.
—Tampoco te lo he pedido —sonrió y cerró la puerta. Sus pasos se escucharon marcharse por el pasillo y junto con ellos, mi corazón.
Por Cristina, integrante del taller literario de Analía Bustamante