"La visita" por Alberto J. Dieguez
No solo le molestaba la situación de su madre, sino también el sórdido lugar en el que estaba internada y al que llegara por la Obra Social. Anteriormente había estado internada en un hospital especializado en rehabilitación, donde le hicieron diversas terapias que no obtuvieron los resultados deseados.
El lugar era una casa antigua, con una mezcla de humedad, de olor a orín y comida, paredes despintadas y la insoportable presencia de Sara, una corpulenta y tosca mujer cincuentona que ejercía al mismo tiempo funciones de vigilancia, de asistente de enfermería y de ayudante de cocina.
Esto último lo hacía con sumo cuidado para no chocar con Sor Gerónima, una monja de personalidad soterrada, cuya tarea consistía en servir los platos de comida a las internadas. Sor dejaba la olla sobre la mesa y cuando esta estaba fría, luego de una oración, con un viejo cucharon la depositaba en los platos de plástico. Si había alguna queja de las abuelas, estas no eran bien recibidas.
Sor estaba convencida de realizar una tarea piadosa, pero no aceptaba ninguna intervención ajena en su tarea. Sara lo sabía muy bien y había experimentado la ira de la monja, cuando intentó servir en una ocasión, un plato de comida a las ancianas.
Eran las 14 horas. Como todos los miércoles llegó puntualmente al horario de visitas. Las internas habían comido temprano y todo estaba en orden.
En un salón se encontraban las mujeres, algunas sentadas en sillones, otras en una especie de cama- reposeras. Las ancianas se relacionaban con el exterior, mirando por una ventana cuyos postigones de hierro permanecían semiabiertos, dejando pasar la luz y al mismo tiempo manteniendo la privacidad del lugar.
Su actividad cerebral se encontraba reducida al mínimo, debido al nulo esfuerzo que le requería la internación. Ese letargo mental solamente se veía interrumpido por el momento de otear el televisor en los instantes en los que los fármacos habían disminuido su efecto. Todo conducía al aislamiento, a la anulación de las personas que ahí estaban.
Renata miró una a una las caras de las mujeres, todas tenían un rastro de ausencia, una falta de tensión vital.
Ese día había decidido llevar consigo a la perra querida por su madre. Se la mostró, esta la acarició unos breves segundos, apenas cruzó dos palabras con su hija y se quedó dormitando. Los fármacos estaban haciendo su efecto. La escena se repetía todos los miércoles. Era evidente que los tranquilizantes se los daban unos minutos antes que empezara el horario de visita. La figura de Sara bajo el dintel de la puerta, lo observaba todo.
Renata decidió retirarse, no le encontraba sentido continuar en ese lugar, sin poder hablar una palabra con su madre, sintiéndose además permanentemente vigilada por Sara. Todas las mujeres estaban igual que su madre, dopadas por los fármacos, insensibles a todo lo que les rodeaba. No eran seres humanos. Habían perdido esa condición desde el día en que entraron en el geriátrico. Eran despojos, que habían perdido sus recuerdos, sus penas, la memoria de los sucesos más queridos de su historia.
Se retiró. Ella nada podía hacer en ese lugar. Sabía que no tardaría en claudicar con ese ritual de ir todos los miércoles. Sabía que sus visitas se espaciarían primero cada quince días, luego cada mes y más tarde vaya a saber cada cuánto. Eso había pasado con los otros parientes de las internadas.
Al fin de cuentas debía estar contenta y agradecida a la Obra Social, que le dio ese lugar. ¡Qué sería de ella, si no fuese por la Obra Social!
Su estado de ánimo era de desaliento, de cansancio, de pesimismo. Decidió tomar un taxi, para alejarse rápidamente del lugar. Cuando llegó a su casa, corrió para mirarse en el espejo. Dijo para si. ¡Qué horror! Yo no quiero llegar a ser vieja. No quiero estar igual que mi madre.¡ Que vida de mierda!
Buscó en la alacena de la cocina una botella de licor, pero no la encontró. Hizo otro tanto en él mueble bodega del comedor, pero tampoco halló nada. Fue hasta la mesa donde estaba el televisor y allí encontró una botella con whisky barato. Comenzó a tomarlo y a pedirle a Dios que no la dejara ser vieja. En ese instante quería morirse.
En su embriaguez oyó una voz que no pudo saber de dónde venía, y que le decía:
- Renata. ¿Por qué en vez de quejarte, de ser víctima, de querer morirte, no vivís tu vida? Al fin de cuentas ya le llegaría el día de su fin, pero mientras tanto podía vivir intensamente cada minuto, cada hora, cada día de su vida, en vez de estar bebiendo, sufriendo, quejándose. Podía extasiarse con amaneceres o con atardeceres, con la belleza de las flores, con el canto de los pájaros, con el olor de la hierba, con el abrazo de un ser querido.
Renata dudo un instante, tomó la botella y la estrelló con rabia contra el suelo. Los vidrios y el alcohol se esparcieron por el suelo.
Intento sentarse pero no pudo y se echó a llorar. En su borrachera Renata comprendió todo lo que tenía de valioso la vida. La suya y la de su madre.
Alberto J. Dieguez
E-mail: albdieguez11@gmail.com