"La Lapicera" por Cristina Talarico
Me la entregó como si fuera una alhaja, con mil recomendaciones de cómo cuidarla y con instrucciones expresas de no prestársela a nadie.
Yo era una chica muy responsable y cuidadosa, además de muy obediente, así que cumplí con todos los requisitos.
Recuerdo esa lapicera con todo detalle: era azul y tenía un capuchón dorado. Me encantaba lo suave que escribía, no raspaba como las lapiceras comunes; por ese motivo la llevaba al colegio todos los días.
Iba a la escuela con una chica que vivía a la vuelta de mi casa que se llamaba Hilda. No era mi amiga, pero como su mamá y la mía sí lo eran, nos hacían ir juntas a tomar el colectivo. Estábamos en el mismo año, pero en distintas divisiones. Viajábamos juntas a la ida, pero a la vuelta cada una volvía con sus compañeras y no siempre teníamos los mismos horarios.
Un día, a la hora de salida, vino Hilda a pedirme la lapicera porque tenía prueba en la séptima hora y la suya se le había descargado. Yo no quería dársela, ya que no confiaba mucho en ella y sabía que si le pasaba algo mi papá me mataba. Pero no me animé a decirle que no, aunque intenté explicarle la situación. Yo era bastante tímida y tenía poco carácter, y ella todo lo contrario, así que me vi forzada a dársela, con mil recomendaciones que la hicieron reír.
Me fui a casa súper nerviosa, pero con la sensación de que no había tenido alternativa.
No conté nada de lo sucedido. A la mañana siguiente cuando la pasé a buscar, lo primero que hice fue pedirle la lapicera. Sin ningún problema me dijo que se la había dejado olvidada en el colegio. Ni siquiera estaba avergonzada o preocupada. Yo me quería morir, literalmente. Sentía que era una tragedia, no por la lapicera en sí, sino porque me sentía culpable de haberle fallado a mi papá y a mi abuelo. Siempre fui muy intensa en mis sentimientos.
Nunca la recuperé y pasé unos días terribles tratando de ocultarle a mi papá lo que había pasado, confiando en lo que me había dicho la madre de Hilda: que me iban a comprar una igual. Esperaba ansiosamente que me la dieran antes de que mi papá se diera cuenta.
Pasaron varios días, para mí una eternidad, días llenos de angustia y miedo.
Una semana después, mi papá me llamó y me pidió la lapicera para escribir algo. Recuerdo perfectamente la sensación de haber sido descubierta: culpa y miedo a la vez. Jamás me di cuenta de que lo estaba haciendo a propósito para torturarme, para obligarme a confesar porque se había enterado de todo.
La madre de Hilda había venido a casa a entregarles la lapicera que había comprado que, por supuesto, no era ni por asomo la que me habían perdido. Ni se molestaron en buscarla, supongo, además debía ser mucho más cara.
Estoy segura de que nadie comprendió lo que yo sufrí.
Hilda y su mamá pensaban que la pérdida había sido algo sin importancia y que con una nueva se solucionaba el problema.
Mi papá me reprochó largo tiempo el descuido y la desaprensión con que había tratado algo tan valioso. Me hacía sentir como si hubiera traicionado a mi abuelo Bernardo, al que yo quería mucho y extrañaba un montón.
Y yo me quedé con el dolor de sentir la absoluta indiferencia del mundo ante mis sentimientos.
Cristina Talarico es integrante del Taller literario de Marianela.