"Recuerdos sepultados" por Mónica Baldi
Un momento después, cuando creyó recobrar el poder de cavilar, culpó del persistente estado depresivo al sinnúmero de pastillas que ingería a diario. Tiró todos los medicamentos en el canasto de los residuos. Desconoce la infeliz, el brutal error que cometía. El acto en sí, representa una indisimulable señal de liberación: basta de médicos, arruinan la vida de cualquiera (construyó en su mente y cuerpo enfermos).
Ese día en particular Julia decidió que, de alguna manera, porque realmente no sabía cómo hacerlo, saldría a dar un paseo: el parque está en la otra cuadra. Para despejarse, consume una taza tras otra de café muy cargado y busca en el placard alguna ropa que esté en condiciones de ser usada. Le resulta dificultoso aceptar que esa bolsa gigantesca de residuos, ahí en el rincón, está repleta de toda clase de vestimenta usada una y otra vez y jamás lavada. A fuerza de tanto rastrear, logra armar un conjunto con colores que combinan. El olor a encierro y a tabaco trata de disimularlos con desodorante en aerosol. Por fin, se viste muy trabajosamente: el pantalón y la camisa le quedan inmensos, pero con un cinturón y un saquito tejido color coral, logra disimular las holguras.
La asalta una sensación extraña: mezcla de cansancio, punzada en el pecho y ahogo. De inmediato lo atribuye a la actividad excesiva después de tanto tiempo. Toma asiento unos instantes con un vaso de agua helada. Sabe que debe irse antes de que den las once de la mañana. Aprovecha para dejar una nota sobre la mesa de la cocina dirigida a su vecina que la ayuda con los medicamentos: sólo para que no se asuste cuando llegue. Recuerda que antes de quedar casi postrada, ya no sabe debido a qué fatalidad, siempre era así de prudente y respetuosa con los demás.
Abre la puerta de su casa, la calidez del sol olvidada entibia su cuerpo: esboza una sonrisa mientras se detiene unos instantes para familiarizarse con la sensación. Emprende la marcha con pasos imprecisos: Julia culpa a su clausura autoimpuesta y sigue adelante, cree que de a poco mejorará. Error. Mientras intenta avanzar, cada vez más trabajosamente, más dolorosamente, la acometen trozos de recuerdos que la sacuden como ramalazos: niños, niños pequeños que la abrazan, son dos chiquilines, del otro lado muy cerca un lago con patos, de acá la calesita, unas manos de mujer ponen a los nenes en la calesita. Ellos ríen, son pícaros y muy lindos, son iguales. Los chicos quieren ir una y otra vez a jugar con los patos. Los brazos de mujer los levantan y los ponen una y otra vez en la calesita.
Julia siente que un sudor frío corre por su cuerpo, levanta la cabeza y ve el parque, distinto de aquel otro, y ve una calesita que no es la misma, e intuye que su corazón desea saltar de su pecho, pero no lo deja, lo oprime con sus brazos mientras respira de a bocanadas, irregular y dolorosamente. Entonces, con un hombro apoyado contra la pared mira sus brazos y vuelve a sus recuerdos, aquellos recuerdos adormecidos por el sopor de las drogas se van hilvanando con cierta lógica macabra.
La mujer en aquel parque extiende los brazos y deja a los pequeños en la calesita que comienza la vuelta lentamente y les da la espalda para ir a la banca a buscar un abrigo. Escucha gritos y se da vuelta de inmediato: los pequeños ya están en el agua y se hunden; las personas se agolpan y no la dejan pasar, miran y gritan y no la dejan pasar. Empuja con desesperación, se arroja al agua helada y oscura. Se sumerge una y otra vez y los saca. No sobrevive ninguno de los dos.
Al recordar la razón de sus deseos de morir, de esos deseos que la llevaron al despojo que merece ser, midió la distancia que la separaba del pavimento. Con todas las fuerzas que le restaban se lanzó hacia la calle cuando vio que se aproximaba un colectivo a gran velocidad.
El menudo cuerpo de Julia yace en el asfalto con un gesto de paz que le había sido arrebatado en vida.
Mónica Baldi es integrante del Taller literario de Marianela.