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Rincón Literario
3 Oct 2015

"Cándidas Damas Vicentinas" por Mónica B. Baldi

¡Qué cosa, papá! Pienso y pienso y sigo sin comprender qué pudo llevarte a juzgar que algo así me haría cerrar la boca
Sé que querías demostrar que era tuya la última palabra.  Claro,  ¿cómo una mocosa de catorce años te iba a seguir diciendo “sí papá”, mientras hacía  lo que se le daba la gana?  ¡In-to-le-ra-ble!
Hasta me sentía satisfecha con tus bramidos, los comentarios de mamá por lo bajo y la habilidad de la abuela para inventar castigos ejemplares.

Como tonta adolescente con pretensiones de omnipotencia, nunca pensé que iban a cumplir con alguna de esas amenazas impracticables.  Tampoco calculé que mis desobediencias actuales, fueran juzgadas impropias.  Digo: si fui desafiante desde que tengo memoria, no sé por qué había que horrorizarse.
Esa hermosa tarde de junio, el Director del Colegio envió por mí al aula interrumpiendo una clase.  Todas mis compañeras murmuraron.  Eso no pasaba nunca. La profesora, con soberbia displicencia, lo permitió. Por supuesto, llegó por mí la Jefa de Preceptoras.

Descendiendo los dos pisos altísimos del edificio centenario, barajé mentalmente situaciones espantosas: desde la muerte de la nonna, hasta la internación en estado grave de alguno de mis padres.

Ya en planta baja y frente a la puerta de la imponente Dirección aguardé impaciente unos instantes.  Me preocupó mucho la estrecha vigilancia de dos preceptoras, una a cada lado.    Mientras seguía evaluando motivos de lo inminente, la puerta se abrió y caí en la cuenta del peligro en que me encontraba.
Los dos graves rostros me observaron: el Sr. Director y papá. Las miradas de reprobación que me condenaban, lo decían todo.  Quise dar un paso y las preceptoras me retuvieron.  Me sentí convicta y a punto de ser arrojada a un calabozo.

Papá vino hacia mí sin decir palabra, hizo un gesto hacia el costado de una columna y salieron dos empleados de su confianza.  Uno me tomó de cada brazo y mi padre, mudo, nos condujo hacia el auto.  Me sentaron entre esos dos hombres que yo conocía desde chica. El grave silencio rodeaba mi desesperación.

Tuve miedo de abrir la boca por lo dramático de todo: ¿qué estoy haciendo en el coche si vivo a la vuelta del colegio?  Sólo quería salir eyectada del asiento.  Es definitivo: demostraría indiferencia y altivez.  Oportunamente, aunque intuía la gravedad, controlaría el desastre.

El drama se desató cuando llegamos… ¡a casa!  Me bajaron y al cruzar el pasillo del zaguán, logré zafar de esos dos.  Corrí hasta el cuarto de mis padres y vi que mamá estaba de pie: buena señal, me dije. 
La demostración de mi error apareció cuando me detuve a contemplar la escena. ¿Qué hacés mamá metiendo mi ropa en una valija?, grité al tiempo que sentí la enorme mano de papá arrastrándome del brazo a otro cuarto.

Supe que era el fin, que iban a cumplir con la amenaza reiteradamente proferida: ¡me van a encerrar!  Interiormente grité: ¡jamás van a poder hacerlo!

Sé que luché como endemoniada por soltarme de la fuerza bruta de su puño que me detenía dolorosamente.  Si ese portentoso hombre medía dos metros con cinco centímetros pero era un viejo de treinta y siete años, yo tenía que poder con él.

Cual Ainia en lucha contra Aquiles en Troya, logré vencerlo y huir.  Escuché las órdenes que vociferaba a los miembros de su ejército presentes en la escena mientras corría hacia la terraza.  Puse una escalera de madera que siempre descansaba contra una pared para subir al techo.  Rápida como un lince, trepé al techo y, cuando arranqué  los escalones utilizados, vi el rostro atónito de mis seguidores al llegar a la azotea.  Reía vencedora: ellos no tenían manera de bajarme.

Saltaba feliz en el enorme techo.  Podía correr libre desde el fondo de la casa hasta el borde de la misma calle como treinta metros.  Me asomé con gesto de conquistadora a la vereda, veía y escuchaba con deleite los gritos de impotencia de mi padre, el llanto y las lamentaciones de mi madre, y las amenazas  infernales que profería la abuela.  El bobo de mi hermano miraba desde enfrente riéndose con su abigarrada tropa de idiotas amigos. 

Al cabo de media hora de imprecaciones de todos mis mayores, el barrio se había congregado.  Con el timbre de salida, las chicas de la escuela que eran mis vecinas, se sumaron al espectáculo.  Sólo Lita, la turca, me alentaba.  Parece que algunas personas del público pensaban que me iba a suicidar: ¿cómo hacer semejante cosa en mi momento de gloria?

Llegaron cuatro patrulleros de la Comisaría 11 que tomaron la palabra.  No cedí.  Cuando intentaron poner escaleras facilitadas por asistentes bienintencionados, arrojé toda clase de cosas salvadoras que hay en los techos: desde ladrillos partidos hasta botellas.  Los policías ahora eran los que daban órdenes a los gritos tratando de imponerme su autoridad. Pensé que todo valía para pelear por la libertad y respondí con más municiones.

Mis planes se diluyeron cuando llegaron los bomberos.  Ellos subían por el frente y los policías por detrás, desde la terraza: ¡no tengo escapatoria!, me dije con desesperación.

¡Qué humillante rendirse ante tamaña fuerza!  Rodeada por un círculo cerrado de azules uniformes y tratada como la peor pendenciera que hubiesen enfrentado jamás, fui entregada a mi enfurecida familia.  El rostro de mi padre estaba de un color rojo encendido con tintes morados producto de la furia.
En ese estado lamentable de desprolijidad y con señas de lucha, me subieron a empellones en el auto.  Flanqueada en el asiento trasero por sus empleados más grandotes, papá conducía como endemoniado.  De Almagro a Devoto a una velocidad asombrosa.  Sé que quería apretar mi pescuezo y levantarme a su altura hasta dejarme azul por la falta de oxígeno, mientras me reprochaba todo por lo que le hice pasar.  Creo que no lo hizo porque él hubiese ido preso y yo a la terapia del hospital.

Me metieron a la rastra adentro del Asilo Instituto San Vicente de Paul, ya era de noche.  El equipaje, primorosamente organizado por mamá,  descansaba en el piso como mis posaderas y las cajas con todos mis útiles y libros escolares.

Gritaba como una neurótica mientras las monjas, todas de negro, me rodeaban y me contemplaban como a una curiosidad de circo.  Cuando por fin me dejaron allí pateando, gritando y retorciéndome, lanzando todo tipo de amenazas, reparé en  una enorme placa de mármol : “Erigido en 1899 por las Damas Vicentinas para acoger a las niñas desprotegidas y descarriadas que requieran de la Divina Redención”.

En un inicio me sentí perdida. ¡Pobres monjas!  Poco tardaron en notar que mantenerme allí adentro iba a ser una pesadilla.


Mónica B. Baldi es integrante del Taller literario de Marianela.

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