"El Club de los Buitres" por Camila Castaldo
—¿La espalda decís? El bocho lo debés tener partido en dos, removiendo tierra todo el día para los fiambres. Te vas a volver loco, Miguelito, siempre entre muertos, eso no está bueno —dijo Francisco.
—Lo único a remarcar del asunto es vivir tu vida para los muertos. Tarde o temprano llega ese punto en la vida de uno, cuando se da cuenta de que todo es un chiste —dijo Pedro.
—¡Ya te ponés a rezongar! ¡No me vengas ahora con que Dios es un gran titiritero y se caga de risa de todos nosotros tirado en un sillón en calzoncillos! —respondió Miguel. —Hace miles de años que trabajo en ese cementerio de mierda ¿Qué se le va a hacer? No me interesa demasiado si están vivos o muertos, yo quiero dejar de laburar, quiero descansar un poco.
—Pero, ¿no me vas a decir que no es así? ¿Que “el Señor” no se anda a las carcajadas por el Paraíso? —dijo Pedro.
—No empecemos, siempre la conversación va a lo mismo. Cada viernes terminamos discutiendo a los gritos si somos parte de un juego sádico o de un plan maestro. ¿Podemos hablar de otro tema? Porque sea cual sea la respuesta, ya estamos metidos en esto, viejo. Pateás y pateás hasta que un día se te va la pata, pasaste para el otro lado y listo. Y ahí sí, andá a fijarte a quién le tenés que ir a rendir cuentas —dijo Francisco.
—No te preocupes tanto, hermano. —dijo Miguel y le dio una palmada a Pedro. —Sabé que a algún lado vas a parar. Seguro que vos vas para abajo, pero bueno, con unos cuantos te vas a cruzar.
—¡Qué comentario más pelotudo! ¡No me hagas ni empezar con eso del Cielo y el Infierno! Me rompe las pelotas pensar que siempre estoy a prueba —contestó Pedro enojado.
—¿Vas a empezar con eso de que los Beatles son más grandes que Jesús? —preguntó Miguel.
—No no, no hay discusión en ese asunto. No podés comparar. A mí no me interesa que nadie muera por mis pecados. Mis pecados son asunto mío, eh. Pero hacer buena música, pero buena música en serio, eso es algo que admiro; y si lo admiro, puede ser que le ponga un poco de mística al asunto. Pero con el barbudo de las chancletas, no —dijo Pedro poniéndose nervioso.
—Bueno, bueno, calmate. Che ¿A cuántos tapaste esta semana? —preguntó Miguel.
—Creo que unos once o doce, ¿por? ¿Vos a cuantos? —contestó Pedro.
—Unos diez, ponele.
—¡Mierda, cómo se muere la gente! —exclamó Gabriel.
—Aaaah, pero ¿estabas acá, Gabo? —preguntó gracioso Miguel.
—No me rompas los huevos, viejo. Hoy todo el día cortándoles el pasto a estas viejas nariz parada, no tienen nada que hacer y se la pasan viendo el noticiero. ¿Cuál es el problema de los viejos y las noticias? ¿Será qué quieren saber todo de este mundo antes de pasar para el otro lado? —inquirió Gabriel
—No, boludo. Están gagá, miran la tele para sentirse parte del mundo —respondió Pedro.
—¿Y qué? ¿Te deprime ver el noticiero ahora? Eso es de viejo choto, estás viejo, Gabo.
—Me deprime que se muera la gente interesante. Si las viejas siguen ahí. Todavía no puedo creer lo de Juan Pablo, un tipo que viajó por todo el mundo, que sabía cuatro idiomas, que anduvo con las figuras más importantes de la cultura, de repente “plum” —Gabriel golpea la mesa con el puño— se muere de un ataque al corazón mientras estaba en el baño. Él no tendría que haber fallecido así.
—Dale Gabo. ¿Desde cuándo la muerte de alguien es proporcional a su vida? Eso es lo que está bueno de la muerte: nos iguala a todos —dijo Francisco.
—Es un consuelo, ves a esos tipos que son unos grandes y lo último que hacen es mearse encima. Te hace sentir un poco mejor con tu lugar en el mundo —dijo Pedro.
—O al revés, como Don Mario, toda su vida fue un “ni fu ni fa”, nadie daba un peso por él. Y se murió porque le cayó un meteorito en la cabeza mientras regaba las plantas —dijo Miguel.
—Pará un poco ¿Vos te la creés esa? —dijo Pedro.
—Y sí. ¿Por qué no? Puede pasar, a veces sos un miserable toda tu vida y al final, el Señor te da una ayudita, como para que haya un equilibrio, si no el mundo se va a la mierda —contestó Miguel.
—¡Ves que te digo que es un sádico! —exclamó Pedro.
—¡Dejate de joder, Pedro! ¿En qué quedamos? —protestó Francisco.
—¡Bueno, está bien! —contestó frustrado Pedro. —¿Sabés qué, Miguelito? Ahora que lo pienso, creo que yo lo tape a Don Mario. Me tendría que haber fijado si lo del meteorito era verdad…
—Los muchachos se rieron en conjunto.
—¡Dale, viejo! ¿Vas a andar destapando cajones ahora? Dejá ser a la leyenda urbana. Pobre Mario, lo único interesante que le pasó en su vida y vos se lo querés cagar —dijo Miguel.
—¡Y bueno! No me gusta andar creyendo pelotudeces. De cualquier manera, no voy a andar profanando nada. Es un quilombo bajar en el pozo, destapar, mirar, volver a tapar. Mucho trabajo, yo ya no soy un pendejo —dijo Pedro.
—Por lo menos ustedes con algo se pueden entretener en el cementerio. Además pueden mear en cualquier lado. Y vos, Gabo, si no habrás boludeado a las viejas por el placer de hacerlo. Pero yo siento que me ahogo en esa oficina de mierda. Hace casi 27 años que estoy apostado ahí. Un día de estos me tiro por la ventana y me entierran a mí, muchachos —dijo Francisco.
—¡Sería un honor, vasco! Cuando usted quiera —dijo Miguel.
—Ahora al burguesito se le viene a caer la ficha —dijo Pedro.
—¡No me jodas, Pedro! Hace 30 años pensaba que con esto iba a hacerme buena guita, me iba a ir a vivir a un lugar más lindo, no te digo Nueva York ni nada de eso, pero no. Nunca me pude ir de este agujero de mierda. Ni tampoco hice plata. Ni nada. Un viejo amargado llegué a ser, solo eso.
—¡No te me vengas a deprimir, vasco! Si fuiste el único de nosotros que quiso, que intentó ser alguien. Ya con quererlo, tener algún tipo de ambición, alguna meta, eso ya es algo. No dejar tu vida librada al azar y terminar bancándote el olor a podrido de los fiambres. Paleando debajo de la lluvia sintiendo que tenés a todos los muertos mirándote —dijo Pedro.
—¡Carajo! Cómo la pensás, hermano, eh. Yo creo que ya pacté con los muertos. Son mucho más amables que los vivos. Mirálo así: no te tenés que bancar la mierda de nadie y sos el último que está junto a esa persona —dijo Miguel.
—Al final tenía corazón Miguelito —dijo Gabriel—. Yo me voy a morir podándole los yuyos a una vieja, ya lo acepté. Voy a morir como viví y ya no me importa buscar nada más. Por lo menos no laburo los días de lluvia, eso siempre fue un consuelo.
—No te vengas a hacer el cínico, Gabo —dijo Francisco—. Siempre fuiste el soñador.
—Sí, fui —dijo amargamente Gabriel.
—Mirá, a todos nos pincharon el globo, a la mayoría le pasa. Al menos tenemos un grupo de fracasados con quien hacernos compañía —dijo Miguel.
—Miguelito, tu buena onda siempre me levanta el ánimo —dijo Gabriel esbozando una sonrisa.
—Y sí, yo, el día que sepulte al último de ustedes, me entierro también.
Camila Castaldo es integrante del Taller literario de Marianela.