"Un sábado más" por Jorge Beade Harbin
Después de remolonear en la cama hasta la una, Eugenia se regaló otro de sus gustos secretos: un baño de inmersión con la última revista de chimentos. El agua tibia y las noticias inútiles le proporcionaron un sedante natural como separador de semana.
Con los músculos relajados por el agua, el siguiente paso del ritual consistía en acomodarse frente a la computadora con un tostado de jamón y queso y un jugo de naranjas. Así, arrellanada en su silla favorita (la del almohadón azul) se dispuso a repasar los últimos mensajes y darle otro vistazo a la monografía de ciencia y ética que debía presentar el martes. Como siempre, llegaban esos avisos desde Facebook de alguno que conoce a alguien que supo de otro y quiere ser tu amigo. ¡Como si fuera tan fácil hacer amigos! Pero este no era un mensaje automático, era un correo a su dirección que le llamó la atención. No sabía bien por qué, no pudo evitar la tentación de abrirlo.
“Hola Eugenia, me encantó conocerte esta mañana en la plaza. Creo que alguna situación te resultó incómoda y quería decirte que llegué bien a la Facultad. Me parece que tu timidez esconde un alma bella y me gustaría verte de nuevo… (Seguían algunos detalles sobre cosas que supuestamente habrían conversado ese día) (…).”
Leía despreocupadamente mientras tomaba un sorbo de jugo. El mensaje estaba firmado por un tal Esteban, pero antes de terminar la lectura sabía que algo no correspondía, algo estaba fuera de lugar. Ella no había ido a ninguna plaza ni conocido a ningún Esteban y, menos aún, le había dado su e-mail. Lo leyó y lo releyó tres veces incrédula, perpleja, extasiada. Casi como en un trance.
Marcó el número de su amiga Mónica para preguntarle si conocían a algún Esteban, pero cortó antes de que la conexión se estableciera. Desistió ante la imposibilidad de responder a la inquisitoria suspicaz que de seguro acompañaría la cuestión. Se quedó pensando, con la mente en blanco frente a la pantalla; imposible encontrar la respuesta en los dibujos estáticos del editor de texto. De pronto le asaltó la idea probable, de haber salido borracha a la calle y no recordar sus movimientos; sin embargo, esto era intolerable para su inteligencia ya que no soportaba el alcohol ni siquiera en dosis mínimas. Podría haber sido un caso de sonambulismo o una broma de mal gusto de algún compañero de trabajo, pero esta dirección de e-mail solo la compartía con algunos amigos y con los profesores de la Facu por temas exclusivamente académicos.
En ese momento le costó concentrarse para terminar la monografía, pero afortunadamente, con el transcurso de los días, dejó de darle importancia al suceso, atribuyéndolo a algún error de dirección de algún tipo llamado Esteban que se encontró con alguna Eugenia en una plaza.
El sábado siguiente, se levantó temprano para ir al lavadero antes de que la montaña de ropa sucia terminara por impedirle la entrada al dormitorio.
Una vez que la máquina empezó su tarea ruidosa y rutinaria, disponía de, al menos, media hora para desayunar. Tenía hambre. El frío le trajo desde algún lugar profundo de la memoria, el aroma del chocolate que le preparaba su abuela cuando niña. Ese recuerdo pulverizó casi automáticamente la opción rápida y fácil del Mac-Donalds de Triunvirato. Por suerte, en Pacheco y Olazábal está el barcito de Raula donde siempre tienen cosas ricas. Se compró un chocolate con dos churros todavía tibios y cruzó a la plaza Ameguino para desayunar sentada en el banco que mira hacia la barrera de la estación, observando los movimientos espasmódicos de la gente.
Un poco aletargada, saboreando el chocolate, le costó notar que una voz se dirigía a ella: un muchacho de unos 30 años, con un notorio acento pueblerino, movía los labios con la mirada fija en sus ojos y una sonrisa inocente.
—Perdón estaba un poco distraída. —Dijo Eugenia un poco turbada—.
—No intentaba molestarte, pero soy nuevo en la ciudad y te preguntaba si podías indicarme cómo llegar a la facultad de agronomía.
—Ahh. Vos no sos de la ciudad. ¿No es cierto?
—¿Se nota mucho? —Le respondió él mirándola fijamente a los ojos—.
Eugenia notó el calor en sus mejillas. Sintió vergüenza. Era tarde para arrepentirse.
—No. No te ofendas. Lo que pasa es que por acá… Es que...
—Está todo bien. —Respondió el muchacho con una sonrisa comprensiva—. Llegué ayer a la tarde de Mendoza y estoy un poco perdido, me parece que me va a costar acostumbrarme a esta vorágine. A propósito, me llamo Esteban, Esteban Fitipaldi, y voy a estudiar agronomía en la UBA.
La rápida intervención diluyó el peso del bochorno y le volvió el color normal a la cara. Le devolvió el cumplido diciéndole que se llamaba Eugenia. Le explicó cómo llegar a la facultad desde allí. Y le anotó en un pedazo de papel el número del colectivo y el nombre de las calles donde tenía que llegar.
El joven le agradeció y la saludó deseándole un buen día, pero antes de dar cinco pasos se dio vuelta mirando el papel y le dijo:
—¿Este papel no te sirve? Mira que hay algo impreso en la parte de atrás.
Eugenia quería salir de la situación lo antes posible y se apuró en responder que no. Que solo era un papel borrador y podía llevárselo.
Más tarde, cuando llegó a su departamento con la ropa limpia, encendió rutinariamente la computadora para verificar la casilla de correo. Lo de siempre: EstiloTop vendiéndote una vida maravillosa si comprás tres días en un SPA a precio de palacio francés, las aerolíneas con los pasajes económicos y un correo de Mónica preguntando si quería ir al teatro para ver a Nacha Guevara haciendo Tita. Súbitamente, relacionó el Esteban de esa mañana con el mensaje que la semana pasada había enviado a la papelera de eliminados. Lo reabrió. Lo releyó y una columna de hielo le subió por la espalda. El mail que había recibido siete días antes describía, en su totalidad, los hechos sucedidos a la hora en que estaba en la plaza tomando su chocolate y hablando con un mendocino llamado Esteban.
Jorge Beade Harbin es integrante del Taller literario de Marianela.