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Anécdotas
16 Oct 2005

"Un bar, no es cualquier bar" por Dante Pena

Las diferentes culturas humanas difieren enormemente en los sitios elegidos para desarrollar las actividades sociales necesarias para cambiar pareceres entre sus componentes. Argentina, por ejemplo, en una época, tuvo las sociedades de fomento, y los clubes de barrio; entidades en franca decadencia, desplazadas por entretenimientos virtuales y partidos de fútbol televisados en diferido. Pongo como ejemplo la película "Luna de Avellaneda".
El club de mi barrio siempre fué el Mariano Moreno. En él, pasé parte de mi niñez. Pileta en verano, peña del "paquetito" en invierno; también de forma intermitente,(y según los designios de la comisión directiva de turno), pude ir a uno de esos bailes... en los que me metía sistemáticamente en la cabina del disc-jockey, cuando empezaban a sonar los "lentos".

Los bares en Castelar eran un tema aparte. Los chicos de eso "no hablaban". Tal vez por su misterio, o por su fauna habitual, nunca me parecieron lugares muy "católicos".

Recuerdo el bar Tarzán, enfrente justo de la salida del túnel del lado norte. Oscuro y espeso lugar de encuentro de taxistas y trasnochados. O esa inquietante puertita que estaba justo a la vuelta. Una que decía "Glen Miller", con un dibujito de una copita de Martini; en donde una vez nos metimos con el uniforme del colegio secundario, para comprobar que no había mas que una barra al final de una escalera, atendida por una señora de la edad de mi abuela. No creo que este nombre le hiciera mucho honor al conocido músico de jazz americano.

Al lado de la rotisería Santa Anita, había otro extraño reducto que atraía mi atención.: Se comunicaba con la rotisería por el interior, y era atendido por la misma gente, pero graciosamente, cuando pasaban de un mostrador al otro, cambiaba de forma radical la manera de atender a la clientela. Por una puerta entraban gentes de aspecto "familiero", y por la otra entrabas a pedir una cerveza, un whisky, o a pasar quiniela.

Al lado de la verdulería de la estación, había un pseudo bar cuya barra estaba siempre ocupada por los somnolientos taxistas que esperaban una llamada del viejo teléfono, dentro de una caja con candado, atornillado en la columna del techado. Cuando caminaba por allí, de pequeño, de la mano de mi abuela, me divertía notar como ella apuraba el paso, casi al trote, como evitando sucumbir al "pecado" de estar simplemente allí sentado.

Unos meses antes de que comenzara la guerra de Malvinas, y enfrentando una crisis económica familiar, mi padre consiguió la concesión del barcito del Club Castelar, en la avenida Ceballos.

Allí maduré mucho mas deprisa que si hubiera estado tonteando en la calle como los otros chicos de 17 años. Tuve que trabajar de día en ese bar, estudiar de noche, y tres veces por semana, asistir a las prácticas de taller en la empresa Aerolíneas Argentinas. Pero conocí a ciertos personajes que me abrieron los ojos, en largas charlas con los codos apoyados en la barra. "El negro" Thompson, el otrora archiconocido boxeador, que se había radicado en la zona del club, al retirarse de su carrera deportiva. Don Pepe, un inmigrante español, ex- combatiente en la Segunda Guerra mundial, en la campaña de Rusia, en el bando alemán; de donde había salido vivo de milagro, con una pronunciada renguera, por el congelamiento de una pierna. Los hermanos Le Francois, tan distintos entre sí, y tan argentinos como un tango de Gardel. Los "timberos" de todos las fines de semana, que tenían reservado un cuartito en el fondo, con dos mesas de póquer, lugar en el cual pude ver a mas de una familia arruinarse por el juego.

En el otro extremo del catálogo estaban los bares con restaurante, o los bares que tenían la costumbre de hacer fiestas los fines de semana. En la esquina de Carlos Casares y Arias, enfrente de la Santa Anita, en un primer piso, estaba "Freeport", (Aún esta alli, o ya no?). De ese sitio se llevaron en mas de una ocasión a varios amigos que simplemente estaban escuchando música; en una de las tantas "razzias" que la policía de la provincia llevaba a cabo en esos años. Inclusive se llevaron a mi hermano vestido de heladero mientras cruzaba la calle desde la Golfo Di Nápoli, a entregar un helado.

Y después estaban los "Pubs". O sea: los lugares donde te servían lo mismo que donde estaban los taxistas, pero allí "todo estaba bien" , o según dicen ahora los chicos : es "cool".

En esa categoría entraban por ejemplo, Un antro que me encantaba: "La Cabaña".(donde actualmente esta el boliche), allí tocaban grupos "rejuntados". La pizzería "Noi". El barcito de la calle Arias "My Way", el bar "De la cortada", y varios otros, que fueron surgiendo después, cuando yo ya estaba cerrando las valijas a punto de subirme al avión que me trajo a este país.

España, y Madrid en particular, no son diferentes a mi barrio en muchos aspectos. Están las abuelas castradoras, las madres separadas de ajustados pantalones , los chicos que juegan en las veredas, los vendedores de lotería, los policías de barrio siempre atentos y serviciales...y también están los bares.

Este país tiene el récord de cantidad de bares por cuadra. La gente va a ellos para comer, beber, mirar el partido o las corridas de toros, hablar con el vecino, escaparse de los deberes conyugales, dejar pasar el tiempo, reirse del que se cae de borracho; o a escribir historias como ésta, que es mi caso.

Cuando recién llegué, tuve una extraña mezcla de salvaje libertad y miedo a lo desconocido. Por primera vez no tenía que rendir cuentas a nadie de mis actitudes, ni dar explicaciones por ninguno de mis actos. Simplemente ejercí de forma impune mi mayoría de edad. Cosa que no hacía en Argentina, porque siempre había algún conocido o familiar, que me decia: "che gordo, dejate de joder y portate bien...".

Mucho me costó habituarme a la costumbre de utilizar los bares como punto de reunión, antes de salir a disfrutar de cualquier actividad lúdica. Mucho también, el entender que esa visión "oscura", de los bares de mi niñez; era más producto de los prejuicios de una clase social pobre , pero aburguesada, que el de la simpleza de la búsqueda de una referencia, un poco de atención y conversación amistosa, un poco de calor. Cosas que pude experimentar al sentirme "transplantado" a una sociedad distinta de la de mi Castelar.

Ahora que soy baqueano en estas lides de Madrid, desearía poder sentarme sólo un momento, a charlar con esos personajes que me infundían desconfianza hace tantos años. Comprobar que me he convertido en uno de ellos, con la diferencia de que al vivir en un sitio donde los bares son sinónimo de alegría y jolgorio; nadie "apurará" su caminar, al pasar a mi lado.

El último viaje que hice a Castelar fué en el año 2001. Escasos meses antes de que estallara la olla a presión que se había cocinado a fuego lento, arropada por una sociedad que no desea admitir su amoralidad. Pude comprobar que esas pequeñas cosas en las que se fijan, de foma infantil, los condiciona y les impone ridículos límites.

Una cosa que deseaba hacer, con locura, al llegar, era disfrutar de un enorme sandwich de milanesa y lechuga, en el bar del andén. No se por que jamás lo había hecho, pero sentí la necesidad de devorar esas apetitosas figasas gigantes que toda mi vida ví dentro de campanas de cristal. Me pedí el mas grande que había, junto con una Coca Cola, y tres o cuatro toneladas de ketchup y mayonesa. Parecerá una tontería, pero hacer 13000 km para esto, en ese momento me pareció estupendo.

Estaba yo, disfrutando como un condenado del manjar, chorreando salsa por la comisura de los labios, cuando una señora y un nene que bajaban del tren, me llevaron por delante.:

-¡Que hace usted en el medio molestando!- me dijo la señora, con cara de alpargata amargada.

-Comiendo , señora. Es que tengo hambre . ¿vio?.

- ¡Vaya usted a comer a su casa, que este no es sitio para estar en el medio!

Supuse que la señora estaba sufriendo un tedioso trámite de divorcio, que era otra víctima de algún abuso bancario, o que su vida sexual era similar a la de una ameba del rio Reconquista, porque sinceramente hacía mucho que no escuchaba una afirmación tan estúpida y carente de sentido. Estaba en la barra de un bar...¿Dónde demonios quería que me pusiera?

¿Arriba de la caja registradora?.

Luego de sentirse la Madre Teresa de Castelar, la señora desapareció por la boca del túnel. El mozo con cara de aburrido se encogió de hombros y siguió viendo un programa de juegos en una minúscula televisión a pilas. Miré como iba vestido... Normal. Me pasé la mano por la cara, para ver si no me había afeitado...estaba como el culito de un bebe. Pero, tal vez no me enteraba, de que estaba comiéndome un sandwich en el bar de la estación, cosa que después de tantos años parecía que aún dividía a la opinión pública del barrio.

Para festejar ese momento de relevante retórica ciudadana, me pedí otra figasa gigante para el camino de vuelta a casa, y me llevé algunas servilletas en el bolsillo. El avión saldría dentro de pocas horas, y tal vez dentro del aeropuerto podría tomarme otra Coca Cola en la barra, ajeno a una de las pocas cosas que no extraño de mi Castelar: La estupidez de los que trazan líneas imaginarias en el aire, dividiendo entre "ustedes y nosotros", a esta hermosa ciudad.


Desde Madrid, y con una careta de Homero Simpson puesta, los saluda:

Dante.
El club de mi barrio siempre fué el Mariano Moreno. En él, pasé parte de mi niñez. Pileta en verano, peña del "paquetito" en invierno; también de forma intermitente,(y según los designios de la comisión directiva de turno), pude ir a uno de esos bailes... en los que me metía sistemáticamente en la cabina del disc-jockey, cuando empezaban a sonar los "lentos".

Los bares en Castelar eran un tema aparte. Los chicos de eso "no hablaban". Tal vez por su misterio, o por su fauna habitual, nunca me parecieron lugares muy "católicos".

Recuerdo el bar Tarzán, enfrente justo de la salida del túnel del lado norte. Oscuro y espeso lugar de encuentro de taxistas y trasnochados. O esa inquietante puertita que estaba justo a la vuelta. Una que decía "Glen Miller", con un dibujito de una copita de Martini; en donde una vez nos metimos con el uniforme del colegio secundario, para comprobar que no había mas que una barra al final de una escalera, atendida por una señora de la edad de mi abuela. No creo que este nombre le hiciera mucho honor al conocido músico de jazz americano.

Al lado de la rotisería Santa Anita, había otro extraño reducto que atraía mi atención.: Se comunicaba con la rotisería por el interior, y era atendido por la misma gente, pero graciosamente, cuando pasaban de un mostrador al otro, cambiaba de forma radical la manera de atender a la clientela. Por una puerta entraban gentes de aspecto "familiero", y por la otra entrabas a pedir una cerveza, un whisky, o a pasar quiniela.

Al lado de la verdulería de la estación, había un pseudo bar cuya barra estaba siempre ocupada por los somnolientos taxistas que esperaban una llamada del viejo teléfono, dentro de una caja con candado, atornillado en la columna del techado. Cuando caminaba por allí, de pequeño, de la mano de mi abuela, me divertía notar como ella apuraba el paso, casi al trote, como evitando sucumbir al "pecado" de estar simplemente allí sentado.

Unos meses antes de que comenzara la guerra de Malvinas, y enfrentando una crisis económica familiar, mi padre consiguió la concesión del barcito del Club Castelar, en la avenida Ceballos.

Allí maduré mucho mas deprisa que si hubiera estado tonteando en la calle como los otros chicos de 17 años. Tuve que trabajar de día en ese bar, estudiar de noche, y tres veces por semana, asistir a las prácticas de taller en la empresa Aerolíneas Argentinas. Pero conocí a ciertos personajes que me abrieron los ojos, en largas charlas con los codos apoyados en la barra. "El negro" Thompson, el otrora archiconocido boxeador, que se había radicado en la zona del club, al retirarse de su carrera deportiva. Don Pepe, un inmigrante español, ex- combatiente en la Segunda Guerra mundial, en la campaña de Rusia, en el bando alemán; de donde había salido vivo de milagro, con una pronunciada renguera, por el congelamiento de una pierna. Los hermanos Le Francois, tan distintos entre sí, y tan argentinos como un tango de Gardel. Los "timberos" de todos las fines de semana, que tenían reservado un cuartito en el fondo, con dos mesas de póquer, lugar en el cual pude ver a mas de una familia arruinarse por el juego.

En el otro extremo del catálogo estaban los bares con restaurante, o los bares que tenían la costumbre de hacer fiestas los fines de semana. En la esquina de Carlos Casares y Arias, enfrente de la Santa Anita, en un primer piso, estaba "Freeport", (Aún esta alli, o ya no?). De ese sitio se llevaron en mas de una ocasión a varios amigos que simplemente estaban escuchando música; en una de las tantas "razzias" que la policía de la provincia llevaba a cabo en esos años. Inclusive se llevaron a mi hermano vestido de heladero mientras cruzaba la calle desde la Golfo Di Nápoli, a entregar un helado.

Y después estaban los "Pubs". O sea: los lugares donde te servían lo mismo que donde estaban los taxistas, pero allí "todo estaba bien" , o según dicen ahora los chicos : es "cool".

En esa categoría entraban por ejemplo, Un antro que me encantaba: "La Cabaña".(donde actualmente esta el boliche), allí tocaban grupos "rejuntados". La pizzería "Noi". El barcito de la calle Arias "My Way", el bar "De la cortada", y varios otros, que fueron surgiendo después, cuando yo ya estaba cerrando las valijas a punto de subirme al avión que me trajo a este país.

España, y Madrid en particular, no son diferentes a mi barrio en muchos aspectos. Están las abuelas castradoras, las madres separadas de ajustados pantalones , los chicos que juegan en las veredas, los vendedores de lotería, los policías de barrio siempre atentos y serviciales...y también están los bares.

Este país tiene el récord de cantidad de bares por cuadra. La gente va a ellos para comer, beber, mirar el partido o las corridas de toros, hablar con el vecino, escaparse de los deberes conyugales, dejar pasar el tiempo, reirse del que se cae de borracho; o a escribir historias como ésta, que es mi caso.

Cuando recién llegué, tuve una extraña mezcla de salvaje libertad y miedo a lo desconocido. Por primera vez no tenía que rendir cuentas a nadie de mis actitudes, ni dar explicaciones por ninguno de mis actos. Simplemente ejercí de forma impune mi mayoría de edad. Cosa que no hacía en Argentina, porque siempre había algún conocido o familiar, que me decia: "che gordo, dejate de joder y portate bien...".

Mucho me costó habituarme a la costumbre de utilizar los bares como punto de reunión, antes de salir a disfrutar de cualquier actividad lúdica. Mucho también, el entender que esa visión "oscura", de los bares de mi niñez; era más producto de los prejuicios de una clase social pobre , pero aburguesada, que el de la simpleza de la búsqueda de una referencia, un poco de atención y conversación amistosa, un poco de calor. Cosas que pude experimentar al sentirme "transplantado" a una sociedad distinta de la de mi Castelar.

Ahora que soy baqueano en estas lides de Madrid, desearía poder sentarme sólo un momento, a charlar con esos personajes que me infundían desconfianza hace tantos años. Comprobar que me he convertido en uno de ellos, con la diferencia de que al vivir en un sitio donde los bares son sinónimo de alegría y jolgorio; nadie "apurará" su caminar, al pasar a mi lado.

El último viaje que hice a Castelar fué en el año 2001. Escasos meses antes de que estallara la olla a presión que se había cocinado a fuego lento, arropada por una sociedad que no desea admitir su amoralidad. Pude comprobar que esas pequeñas cosas en las que se fijan, de foma infantil, los condiciona y les impone ridículos límites.

Una cosa que deseaba hacer, con locura, al llegar, era disfrutar de un enorme sandwich de milanesa y lechuga, en el bar del andén. No se por que jamás lo había hecho, pero sentí la necesidad de devorar esas apetitosas figasas gigantes que toda mi vida ví dentro de campanas de cristal. Me pedí el mas grande que había, junto con una Coca Cola, y tres o cuatro toneladas de ketchup y mayonesa. Parecerá una tontería, pero hacer 13000 km para esto, en ese momento me pareció estupendo.

Estaba yo, disfrutando como un condenado del manjar, chorreando salsa por la comisura de los labios, cuando una señora y un nene que bajaban del tren, me llevaron por delante.:

-¡Que hace usted en el medio molestando!- me dijo la señora, con cara de alpargata amargada.

-Comiendo , señora. Es que tengo hambre . ¿vio?.

- ¡Vaya usted a comer a su casa, que este no es sitio para estar en el medio!

Supuse que la señora estaba sufriendo un tedioso trámite de divorcio, que era otra víctima de algún abuso bancario, o que su vida sexual era similar a la de una ameba del rio Reconquista, porque sinceramente hacía mucho que no escuchaba una afirmación tan estúpida y carente de sentido. Estaba en la barra de un bar...¿Dónde demonios quería que me pusiera?

¿Arriba de la caja registradora?.

Luego de sentirse la Madre Teresa de Castelar, la señora desapareció por la boca del túnel. El mozo con cara de aburrido se encogió de hombros y siguió viendo un programa de juegos en una minúscula televisión a pilas. Miré como iba vestido... Normal. Me pasé la mano por la cara, para ver si no me había afeitado...estaba como el culito de un bebe. Pero, tal vez no me enteraba, de que estaba comiéndome un sandwich en el bar de la estación, cosa que después de tantos años parecía que aún dividía a la opinión pública del barrio.

Para festejar ese momento de relevante retórica ciudadana, me pedí otra figasa gigante para el camino de vuelta a casa, y me llevé algunas servilletas en el bolsillo. El avión saldría dentro de pocas horas, y tal vez dentro del aeropuerto podría tomarme otra Coca Cola en la barra, ajeno a una de las pocas cosas que no extraño de mi Castelar: La estupidez de los que trazan líneas imaginarias en el aire, dividiendo entre "ustedes y nosotros", a esta hermosa ciudad.



Desde Madrid, y con una careta de Homero Simpson puesta, los saluda:

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