Abuela mirando al sudeste por Dante Pena
No sé si aún existe, pero sobre la calle Francia, entre San Pedro e Italia, a dos cuadras de casa, existía una tintorería que era atendida por una amable pareja de japoneses. Como no podía ser de otra manera, la tintorería se llamaba “Tokio”. Y sobre la misma calle Francia, en la primera esquina, a una cuadra de la estación, (Donde ahora hay un enorme bodoque de departamentos), existía un almacén que se llamaba “la Viguesa”, ya que su dueño, don Comesaña, era un inmigrante gallego, originario de la ciudad portuaria de Vigo, en la provincia de Pontevedra.
Todos esos inmigrantes, ponían a sus comercios nombres que les recordaban a sus pueblos, barrios, o costumbres. Y por supuesto, mantenían algunas de esas costumbres.
Era gracioso, pero muy agradable, ver como la señora japonesa de la tintorería “Tokio”, me saludaba cortesmente, quebrando la cintura con sus brazos pegados al cuerpo, con el típico saludo japonés, cada vez que le pagaba por retirar el pantalón de mi viejo. Ése de color marrón, que usaba siempre que tenía un encargo para sacar fotos en algún casamiento los fines de semana. Luego, papá, se encerraba durante horas en el galponcito del fondo, que era un pequeño laboratorio de fotografía en blanco y negro, que él mismo había montado, con la lucecita roja sobre la puerta, que cuando estaba encendida significaba: “Si entrás, me jodés el laburo, y te quedás sin el chocolatín Jack, y sin la revista Billiken”.
Me alegra haber vivido ésa época, en la que Castelar era, (según una frase muy utilizada), un “Pequeño crisol de culturas”. Eso hoy ya no existe. Ahora somos todos argentinos, y muchas de esas inexplicables costumbres se han perdido.
En mi casa del Pasaje Los Incas, sucedían cosas que para otros vecinos, eran raras. Como raras eran algunas comidas, o rara era la costumbre de mi abuela de cantar a los gritos en el patio, cuando colgaba la ropa de la soga. Para mi era la mas absoluta normalidad, pero supongo que a muchas personas del vecindario le jodían los villancicos españoles, con letras incomprensibles para la mayoría de los mortales. Confieso que daría cualquier cosa, por volver a vivir aunque sea una hora de esa época, hoy que la música mas escuchada en las calles, es el “tuchún, tuchún” de las cumbias.
Precisamente mi abuela, era una persona “de costumbres arraigadas”. La abuela Marxina, que cumplía la condena de llevar un nombre puesto por un padre comunista, era, según mi madre, “un poco loca”. Durante un tiempo, llegué a pensar que le faltaba un tornillo.... Pero que equivocados estábamos todos.
El abuelo Alfonso, trabajaba en la planta de la Mercedes Benz en la ruta 3. Si mal no recuerdo, estaba dentro del municipio de González Catán, y todas las madrugadas, tomaba un micro en la estación de Castelar, lado sur, a las tres cuarenta y cinco de la mañana. La abuela Marxina se levantaba con él, le hacía el desayuno, y lo acompañaba hasta la esquina del pasaje Los Incas. Hiciera frío o hiciera calor. Desde allí, lo seguía con la vista, hasta que desaparecía detrás de la alambrada revestida de enredaderas con campanillas azules, camino de la estación. Luego se volvía a la cama. Y en invierno, a veces, me llevaba con ella en brazos. Supongo que porque no quería sentirse sola. Mi abuela tenía devoción por el abuelo Alfonso. A mi me gustaba despertarme en la cama de los abuelos, porque siempre tenían un montón de frazadas, y estaba calentita.
A primera hora de la tarde, poco después de la hora de comer, cuando ya nos habíamos ido a la escuela Tomás Espora a estudiar, la abuela Marxina se acercaba otra vez a la esquina del pasaje, con la vista fija en la estación. Esperando al abuelo que caminaba a los saltitos por la interminable cuadra de trescientos metros que bordeaba los límites de los terrenos del ferrocarril.
Previamente, le había preparado el almuerzo al abuelo. Y comían juntos. A veces en silencio. Tal vez porque después de tantos años, había pocas cosas que decir. O quizás, porque tenían muchas otras, de las que arrepentirse.
También había otro tipo de costumbres, propias de las tradiciones festivas del pueblo de los abuelos. Cada día de San Juan, la abuela Marxina hacía un enorme fuego enfrente de casa, sobre lo que hoy es el Parque Cumelén, con ramas y hojas... Y llenaba de humo a todos los vecinos... Pero para ella, supongo, era muy importante. Era una tradición..
En invierno, era costumbre el “café con cognac o grappa”.... o la “copita de anís”... El Cognac, era lo mas parecido al Brandy de la marca española “Osborne”. Y la Grappa, lo que mas se acercaba al licor de orujo gallego. Cada vez que se cobraba el medio aguinaldo, el abuelo se traía del almacén de don Comesaña, botellas de estos licores, jamón, chorizo, y queso... Los abuelos no se daban otros gustos. Todo lo que ellos tenían, era para nosotros, los nietos.
Colgada de la pared, había una bota de vino. Al abuelo le gustaba “empinar el codo”. La abuela opinaba que el abuelo Alfonso tomaba mucho. En especial durante las fiestas de fin de año, cuando los recuerdos de unos años que a mi me parecían terriblemente lejanos, hacían que las conversaciones derivaran en historias de la guerra, de traiciones políticas, de problemas familiares, y de temas que los niños no tenían que preguntar. Si preguntabas, te caía el sopapo.
A veces algún amigo del colegio se quedaba a comer en casa. Siempre preguntaban por que carajo en mi casa se servía comida tan rara... ¿No había milanesas con papas fritas?.
Cuando íbamos a pescar con papá a la laguna de Lobos, o de Chascomús, el abuelo “exigía” que le trajeramos todo el pescado. Papá decía que sólo traería los pejerreyes, pero el abuelo también quería esos, (según mi padre), “dientudos de mierda”, que le rompían las líneas de pesca. La abuela los rebozaba con harina, y los freía. El abuelo los comía hasta que no quedaban mas que dos o tres espinas en el plato. Los gallegos comen mucho pescado. Y en los años posteriores a la guerra civil española, quien pudiera pescar un pez en el mar, sin que se los requisara la Guardia Civil, se podía considerar muy afortunado.... Según mi experta opinión de chico de los setentas, era una costumbre un poco repugnante, porque para mi “El Pescado”, era un filet de merluza. Yo no hacía esa asquerosidad de comerme pescados con ojos que te miraban...
Parecía que en algunas familias, las costumbres o las tradiciones, eran muy importantes. Para mi mente de niño, “La Tradición”, eran esas fiestas que se festejaban en los colegios, donde los chicos se vestían de gauchos, las chicas de “chinitas” con trenzas, y todos cantábamos una zamba en el escenario. Las maestras se afanaban por mostrarnos las virtudes del bombo, del charango, y del malambo.... Aunque ninguno de nosotros, habitantes de Castelar, habíamos visto un gaucho en nuestra vida.... Pero las tradiciones tenían que ver con esas cosas, y teníamos que vestirnos así. ¿Castelar no tenía tradiciones?. Por eso, supuse que mis abuelos “sí” habían vivido esas historias que siempre contaban, y que “sí” sabían el significado de las tradiciones.... Eran cosas que te pedía el cuerpo y la memoria, para ser un poco más felices.
Últimamente, me cuesta un poco conciliar el sueño. Y me dí cuenta, de que después de muchos años he vuelto a soñar. No sé en que momento de los últimos 21 años de mi vida en España, había perdido esa facultad. Suelo soñar con personas que ya no están, y con lugares y costumbres que ya no existen. Cuando me despierto, en esos primeros diez minutos del día, en el que uno está como en el limbo, inclusive pienso que nada ha cambiado. Luego, me olvido de todo, y me sumerjo en mis boludeces diarias, mis kilombos laborales, los problemas mecánicos del maldito coche, las sombrías perspectivas de la crisis mundial con las que nos bombardean en los noticieros, alguna cagada que se mandó el banco, y las eternas discusiones políticas en Facebook, con las que les rompo las pelotas a todos mis contactos. ¿Merece la pena?..... Sinceramente, no lo sé.
El verano pasado fuí de vacaciones a Galicia, la tierra de mis abuelos y de mis padres. En doce días de viaje, hice la friolera de 3000 kilómetros, recorriendo el norte de España, y llenándome los ojos con todo lo que pudiera ver. Con una mentalidad de documentalista, me interesaba por los mas pequeños detalles. Visité a mi tío Amadeo Varela, “Caché”, el hermano menor de mi abuelo, que era el último exponente de una generación casi desaparecida. La única persona que podía dar testimonio de esas “cosas raras” que tenía mi familia. De esas tradiciones, usos y costumbres. De las cosas inexplicables, que por decreto familiar, se suponían que eran normales.
Caché había trabajado en los astilleros de Ferrol, la ciudad natal de los abuelos, en la provincia de La Coruña. Una vez jubilado, se dedicó a escribir libros y artículos, acerca de esas cosas “Que ya no están”. Fuí a una librería, compré sus tres libros, y él escribió una dedicatoria en la primera página. Uno de ellos, estaba escrito en gallego, pero ese idioma, era para mi algo normal. Era algo que llevaba adherido desde mi niñez. De repente me dí cuenta que si bien jamás lo había utilizado, lo hablaba perfectamente. En mi casa de Castelar, era común que se dijera “Os cativos”, en lugar de decir “Los chicos”.... “O neno”, en lugar de decir “El pibe”, o “Rapaz”, cada vez que yo me mandaba alguna cagada. Una tarde, le comenté a Caché, la costumbre de la abuela Marxina, de acompañar y esperar al abuelo Alfonso, a la esquina del Pasaje Los Incas, en Castelar. Se bajó los anteojos, me sonrió, y me dijo “Ven”.
Nos subimos al coche, y me llevó a una calle. Era bastante importante y concurrida, por donde volvían por las tardes, los obreros y marineros que trabajaban en los astilleros o en las industrias del puerto. Hoy, el puerto de El Ferrol, si bien con una presencia castrense bastante disminuída, sigue siendo muy activo. Era, en otras épocas el puerto militar mas importante de España. Y mi abuelo Alfonso, era marinero. Era un militar. Y luego de la guerra civil, siguió ligado a la vida portuaria, en diversas tareas. Tareas que generaron muchas otras anécdotas, que supongo, algún día, también reflejaré en este espacio que me ha dado Castelar Digital.
Era casi la hora de la salida de los obreros. Y sobre una calle abarrotada de bares y comercios, curiosamente había muchas mujeres en las veredas, parloteando sin dejar de mirar hacia el norte, hacia el puerto. Esperaban a sus maridos y novios. Igual que mi abuela. Era una costumbre, era una tradición.
Hace muchos años, esas calles estaba plagadas de bares de mala muerte, donde el alcohol se mezclaba con cuestiones políticas, burdeles rebosantes de putas, y tentaciones que podían significar para esos hombres cansados y muchas veces frustrados, una razón por la cual retrasar el retorno al hogar. Las mujeres, a modo de red de vigilancia familiar, cuidaban que esos laburantes siguieran el camino de la normalidad, la llegada a sus casas.
El retraso del “Jefe” del hogar, se convertía en ansiedad. Y en una época, donde el machismo era la regla a seguir, la infinita paciencia de las mujeres era el catalizador de la menospreciada “Industria de la Familia”. Los chicos, no opinaban. Sólo jugaban a las bolitas en las veredas.
A mi abuela no le faltaba un tornillo. Simplemente tenía miedo. Ella protegía a su familia. Y si para eso, tenía que levantarse a las tres de la mañana, cocinar para todos, privarse del mas pequeño de los gustos materiales; ella lo hacía. Su cometido en la vida era cuidarnos a todos. A su manera.
Mucho tiempo después supe, que cada vez que la abuela Marxina volvía de la esquina a la madrugada, antes de volver a su habitación, antes de tomarme entre sus brazos y arroparme en el lado de la cama que había dejado libre mi abuelo; recorría todas las habitaciones de la casa. Inclusive la de mis viejos. Tenía que asegurarse que todos estaban bien. Ella era el ángel que nos cuidaba a todos, sin decir nada. Sin pedir nada a cambio.
Mi tío Caché, respondía a todas mis preguntas con una sonrisa. Mezcla de amor y de orgullo, al saber que su hermano y su cuñada, habían mantenido su compromiso de trabajar y cuidarnos a todos, hasta el último día de sus vidas. Lejos de casa. Lejos de España. En Castelar.
Supe también, el secreto de esa maldita costumbre de la abuela, por hacer fogatas con ramas y hojas. En las fiestas de San Juan, en Galicia, durante la noche, las hogueras iluminaban las playas llenas de jóvenes alegres, llenos de proyectos y anhelos. Era una oportunidad de conocer a otras personas, de relacionarse con otros chicos y chicas. Era una noche mágica, de la cual surgieron muchas parejas de novios. Quizás una de la pocas oportunidades de robar un beso, o declarar un amor. ¿Mis abuelos se conocieron así?.... Nunca lo sabré. Lo que si sé ahora, es que esa fogata de San juan en Castelar, era para mi abuela, una tradición de amor.
En aquéllos terribles inviernos de hace mas de setenta u ochenta años, tomar algún licor fuerte, era tal vez una de las pocas cosas que te mantenían caliente. Y eran, quizás, una forma rápida de olvidar una decepción o un engaño. Por eso el abuelo bebía “demasiado” en fin de año. Durante un fin de año, cuando era un niño, murió su madre. Y como hermano mayor que era, supo que tenia que hacerse cargo de todos sus hermanos menores, y renunciar al derecho a la niñez y la adolescencia. Su padre, mi bisabuelo, parece que no le daba mucha bola al asunto familiar que digamos… A los 17 años se fué de su casa. Se peleó con su padre. Se enroló en la marina, y nunca mas volvió. No había muchas cosas más. Era un mundo más simple, y a la vez mas complicado. Hoy día, encendés la estufa, y te sentás delante de la computadora a decir gansadas por Twitter, hasta altas horas de la madrugada.
Tener algo para poner sobre la mesa. Amar y ser amado. Proteger, y ser protegido. Luchar por ser honesto.... Comprendí que la tradiciones no tienen nada que ver con chicos de ciudad vestidos de gauchos un día por año. Las tradiciones tienen que ver con los sentimientos: Alegría, tristeza, miedo, orgullo, amor, y dolor.
Me gusta estar sentado en el cordón de la vereda, debajo de un pino, y leer el diario. Aunque al lado haya un precioso banco de madera, recién barnizado. Es una tradición. Me recuerda a mis tardes en Castelar, sentado debajo de los pinos que hay delante de mi casa del pasaje Los Incas, estudiando para algún exámen del Jorge Newbery, o de la Universidad.
Sé que algunos parroquianos se preguntarán “¿Quién es ese gordo gilipollas que se sienta con los pies en la calle?”... pero a mi me dá igual. El sonido del viento entre las ramas del pino, me transporta otra vez a mi pasado en Castelar. Lo necesito. Me lo pide el cuerpo.
Luego, me levanto del suelo. Dejo de apoyar la espalda en el tronco del árbol. Me pongo de pie, para afrontar otro día más, de una vida “normal”.
Siempre recuerdo a mi abuela Marxina, al final del pasillo del pasaje, al lado de la tranquera de la vía. Debajo de la pobre luz del farolito de la esquina. Mirando hacia la estación, ubicada el sudeste de mi casa. Con su pelo castaño movido por el viento. Una vez tuve un ángel a mi lado. Y yo no lo sabía.
Manejo entre algunas pequeñas montañas por una sinuosa carretera castellana, hasta la ciudad de Alcalá de Henares, en Madrid. Estaciono como mejor puedo. Encima de la vereda, en una esquina, en una bocacalle. Miles de coches, impiden que las personas se muevan con esa libertad que antes existía. Los chicos, tienen cada vez menos lugares para jugar, y mas aparatos electrónicos que los retienen en el cibernético anonimato de sus hogares. Matando a tiros a monstruitos imaginarios, defendiendo una bandera con barras y estrellas. Nuevas épocas. Nuevas tradiciones.
Bajo del coche. Giro en la esquina. Y desde ese punto, en el balcón de un segundo piso, entre geranios y otras flores, puedo ver a alguien que me busca con la mirada. Me espera todos los días. Saludo con la mano. Me responde con una sonrisa. Hoy vuelvo a tener un ángel a mi lado.
Desde Madrid, a pocos metros de la casa que vió nacer a un tipo que empezó un libro con la frase: “En un lugar de La Mancha....”; los saluda una vez mas.
Dante.