Micaela está siempre enojada, y lo más terrible es que cuando pierde la paciencia, algo que le sucede muy a menudo, camina por las paredes y no es una frase hecha, Mica camina literalmente por las paredes.

La primera vez que la vimos tenía tres años. Después de un berrinche por un juguete que se le había roto, comenzó por acostarse en el piso con los pies apoyados sobre uno de los muros de su cuarto, dio un paso luego otro y al instante la teníamos pegada al cielorraso. Se armó tal revuelo que hubo que llamar a la ambulancia porque la abuela se desmayó y tuvieron que reanimarla.
Los demás quedamos estupefactos, no sabíamos qué hacer; si buscar una escalera para bajarla o tirar una cuerda e ir arreándola a como a la bandera.

Pero no hizo falta, tan rápido como subió, bajó, dejándonos la sensación de haber tenido una alucinación colectiva.

La segunda vez comprobamos que no había sido una fantasía de la imaginación sino una realidad comprobada.

Después de ese episodio decidimos consultar al médico de la familia, al cura de la parroquia, a la curandera del barrio y hasta a un mago, que pidió verla para descubrir el truco y así poder utilizarlo en su espectáculo.

Nadie pudo llegar a alguna conclusión y menos a solucionarnos el problema, casi todos opinaron que lo mejor sería no provocarle ningún disgusto y así tal vez con el tiempo, iría olvidando su raro talento por falta de uso.

Así fue como Micaela llegó a los quince años sin haber sufrido nunca una contrariedad que la pudiera encolerizar.

No terminaba de abrir la boca para pedir los más absurdos caprichos, cuando ya le eran concedidos. Nunca un “no”, jamás un “quizás”, todo era “sí querida”, “desde luego amor”, “como no tesoro” y una familia a su disposición.

Esos años fueron transcurriendo con relativa tranquilidad, aunque a costa de grandes sacrificios de mis padres y hermanos.

Hasta que llegó un día en que no se pudo acceder a uno de sus excéntricos caprichos. Justamente cumplía los dieciséis y había insistido en que se le festejaron con una fiesta más fastuosa que la de los quince, que ya había dejado a mis padres llenos de deudas.

Ahí comprobamos que su especial talento estaba dormido, pero no muerto y comenzaron nuevamente sus andanzas por las paredes.

Acostumbrada a que siempre se la complaciera, al ver que no todos sus deseos podían ser satisfechos se volvió iracunda y malhumorada.

Maltrataba a todos los que se cruzaban en su camino, incluidos el perro, el gato y la tortuga. Solo teníamos un momento de sosiego cuando estaba pegada al cielorraso.

Vaya paradoja. Preferimos verla en esa extraña posición que gritando y pateando por todos los rincones. Nuestra vida se volvió insoportable. La casa tenebrosa, pues tuvimos que mantener cerradas las puertas y ventanas que daban a los balcones del primer piso, por temor a que cayera al vacío por alguna abertura. Corrimos muebles, descolgamos cuadros y espejos que le pudieran impedir el paso.

Después de un tiempo mis hermanos se fueron a vivir solos. Nuestros padres, abrumados por el dolor, a los pocos meses murieron.

Ya ningún amigo volvió.

Soy la hermana mayor y terminé quedando sola con Micaela. Tengo cincuenta años y cuando lo pienso, caigo en la cuenta que fue una vida dedicada a ella.

Casi no salgo, pero hace unos días fui a la farmacia y allí conocí a un hombre.

Estuvimos conversando largo rato y quedamos en que iríamos a tomar un café.

Hoy pasó a buscarme. Antes de salir, subí y abrí todas las puertas y ventanas de la planta alta.                                            

Olga Beatriz Barone
Alumna del taller de Analía Bustamente