Soldaditos y soldados, por Juan Carlos Piñeyro
No bien abrió los ojos, aquella mañana del 6 de enero, saltó de la cama. Corrió a donde había dejado sus zapatillas y quedó impactado. Ahí, estaba el escuadrón de granaderos de plomo, era hermoso. El tamaño, el color de sus uniformes, cada detalle era perfecto. Encabezándolos, estaba él. Montado en su caballo blanco, empuñando el emblemático sable corvo. El gran capitán…Don José de San Martín.
La imaginación de Ernestito volaba, jugaba con los granaderos, escondía los soldaditos detrás de una maceta, esperando que los supuestos españoles, que venían navegando por el pasto, desembarcaran en las baldosas del patio. Ahí en dos columnas los atacaba, siempre a la voz de “a la carga” emulando la batalla de San Lorenzo.
En otro momento su regimiento subía, bajaba de sillas y sillones, como si fueran la cordillera de los Andes. Participando, también estaba Hueso, el pequeño perro callejero, que había adoptado como compañero de juegos. Le cargaba el regimiento al lomo y era utilizado de transporte rápido.
No importaba a qué se jugara, Hueso siempre estaba. Un día, por esas cosas que tienen los cachorros, necesitó probar la fortaleza de sus dientes y descargo su ansiedad con el Gran Capitán. Una masa deforme de plomo y pintura, fue el resultado de dicha acción. Solo se pudo rescatar sin daños el pequeño sable corvo.
Sin el héroe de la patria, Ernestito tomó su lugar y con la espadita de plomo en mano y al grito de “a la carga”, marcaba el paso en cada batalla. Jugando, fue tomando el gusto a encabezar un grupo de soldados, jugando fue naciendo su vocación y cuando llego la edad, ingresó en el Colegio Militar. En cada examen, en cada salida al campo, en cada momento importante, no le faltaba en su bolsillo a modo de cábala su espadita de plomo. La apretaba fuerte en su mano, mentalizaba el “a la carga” y así se sentía seguro y protegido.
Ernestito, ese niño que jugaba con soldaditos, egreso como subteniente del Ejecito Argentino.
Ya recibido, formo pareja con Graciela. Esa rubiecita que le ponía ternura a ese pichón de duro soldado, esa rubiecita que, ante la primera larga separación, le dio una foto suya.
-Llevala siempre en tu pecho, tu espadita te protege y te da fortaleza; mi foto y yo te acompañaremos siempre, para que no te sientas solo.
El tiempo fue formando un excelente conductor de hombres, y los ascensos no se hicieron esperar.
El país entró en momentos difíciles y los militares dejaron la teoría. Las Malvinas los esperaban.
Ernesto dado su fortaleza y carácter fue asignado a integrar un selecto grupo de comandos. Como tropa de élite, se le asignaban misiones riesgosas. El 29 de mayo de 1982 se internaron en territorio ocupado por el enemigo. Así se podrían analizar los movimientos y transmitirlos a su comando. Cumplida la misión, se protegieron del viento blanco, en una vieja casa de campo. Fueron vistos y atacados por una fuerza que los superaba en cantidad de hombres y potencia de armas. No tenían otra salida que replegarse. Ernesto, desde un primer piso, donde tenía una mejor posición, seguramente pensó en Graciela, aferró la espadita y con un grito imperativo ordeno “¡Bajen, que yo los cubro!”. Media hora aproximadamente duró su patriada, cubriendo la salida de sus subordinados. Cayó herido de muerte.
Cuarenta años más tarde, la abuela Graciela, en el mejor lugar del living, tiene la foto de Ernesto uniformado. Junto a ella, las jinetas otorgadas en su ascenso post morten y la cruz al heroico valor en combate. En su dormitorio, tiene otra, donde se lo ve a él sonriente; al lado, descansa otra foto, vieja y ajada de una Graciela adolescente y una espadita de plomo.
Más allá de las licencias poéticas, un sencillo homenaje a la memoria del Teniente Primero Ernesto Emilio Espinosa.
Juan Carlos Piñeyro
17/11/1923
Alumno del taller de Analía Bustamente