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Rincón literario
Rincón Literario
16 Ago 2024

Pensé en mi abuelo, por Joaquín Tolaba

Julio, mi jefe, en tono desesperado, me dijo que le consiga pelaje canoso para su peluquería clandestina. Después de un minuto y medio me acordé de la melena de mi abuelo Evaristo. Su casa se me vino a la mente: bajada de Santa Rosa, el barrio de las calles con forma de serpientes y olor a lavanda. Desde donde estoy serán unos quince minutos por el acceso oeste. Antes de entrar al barrio me inventé una excusa para visitarlo y de paso me compré media docena de empanadas de carne, unas tijeras y una tableta de Zolpidem en un mercado ambulante atendido por dos señoras y un niño.

Al llegar até la moto a un poste de luz y toqué timbre. Mi abuelo salió y no me conoció, pero me dejó entrar a su casa. ¿Vos quién sos? me preguntó. Se me ocurrió que para poder embutirle las pastillas, debería adelantar la cena. Para que se palme rápido le metí una en la empanada de carne y otra en el vaso de jugo de pomelo, por las dudas. Cuando le estaba por decir por cuarta vez que soy su nieto Edgardo, el hijo de Zulema, su hija del medio; su cabeza se desplomó sobre la mesa. De fondo suena una canción de Las sabrosas zariguellasa, y como si no estuviera haciendo nada raro, me pongo a bailar y sin querer me tiro un pedo. Ahí nomás, saqué las tijeras del bolso y como si fuese un peluquero comencé el show. Las clinas de mi abuelo bailan rock and roll en el aire.

En el epílogo de la peluqueada suena mi celular. Atiendo. Es Julio quien me dice que aborte misión, que ya consiguió la melena, que se la compraron a un fanático de Iron Maiden, que ya no hace falta, y me corta dejándome hablando solo. Los nervios me carcomen el alma y me cago encima. Defecado y lleno de ansiedad, planeó la coartada para decirle a mi abuelo cuando despierte, qué nos ocurrió. Un ruido a motor ahogado proveniente de la calle me hace imaginar todo el falso suceso: Unos malvivientes entraron a la casa, nos amenazaron, nos golpearon, nos drogaron y rasuraron nuestras cabezas. Más calmado y lleno de esperanzas me fui a bañar. El agua caliente y el jabón me dejaron listo el pelo para su corte.  La ropa sucia la deje en el pasillo y en su lugar me dejé puesto un toallón y luego comencé con el segundo show. Mis rulitos caen como snacks sobre el porchelanatto. Para hacer más creíble todo, me reventé la nariz contra la pared. Siento la sangre recorriendo mis labios. Lo siguiente fue dolor, ganas de morir, arrepentimiento. Me transformé en unos minutos en un ser indeseable. En el momento en el que el dolor se volvió una cosa más, veo como una anciana asoma por la cortina de la ventana. Mirada extraviada con antejos estilo Jean Paul Sastre y nariz pequeña. Son diez segundos donde no pasa nada y sin saber si me está mirando dice, “Pregunta, ¿La moto negra con doble caño de escape era de acá? Se la llevó una loca, sacó un rompecadenas y cortó la linga. Se la llevó caminando porque no sabía arrancarla. Estuvo como una hora dándole patadas. La terminó ahogando, se cansó de renegar y se fue despacito, despacito como un gusano sin alma.” Y así como se apareció la anciana, así se fue. Antes de tomarme la pastilla y así experimentar lo que está experimentando mi abuelo, rompí un mueble, doblé en dos un farolito que alumbraba a una foto. En ella, mis abuelos de más jóvenes. Ella sonriendo con sus hermosos ojos negros y vestida como una actriz de la nueva ola francesa y Evaristo mirando para arriba con unas gafas oscuras y su melena inmaculada. Cuando ya voy directo a buscar alcohol o algún producto inflamable y así prender fuego la cocina y el comedor, suena el celular. Llamada entrante de Julio. Atendí y no era él. En su lugar me habla un tipo que me dice, “Ya nos enteramos de todo, entréguese señor Edgardo Bauza”. En el pecho se me genera una puntada amarga y estrelló el celular en la pared y el aparato se rompe en tres pedazos. Los nervios me carcomen el doble, pero esta vez no me defeco y sigo con el plan. Agarro tres pastillas de Zolpidem, lleno el vaso con jugo de pomelo y lo tomo. Siento como si alguien me estuviera mirando y veo a Evaristo ya despierto.

- ¿Qué pasó?
-Entraron unos hijos de puta y nos drogaron, abu.

-Ahh ¿Cómo era que te llamabas?

-Edgardo

- Ahh Edgardo…

Tirando la vista para un costado veo en un rincón de la pared una cámara que antes no había visto. Su luz roja titilante me hipnotiza y mi cabeza estalla como una bomba hacia adentro y mis parpados ya no me obedecen. De a poco, me voy durmiendo. Lucho para no cerrarlos en vano. Todo lo que pasó o va a pasarme va a ser como una cosa más.


Joaquín Tolaba
Alumno del taller de Analía Bustamente

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