Cuentas pendientes, por Eduardo Benítez
Por: Taller Literario Anaquel, Biblioteca Popular 9 de Julio.Sentí el arrepentimiento de no haber podido compartir casi nada con él durante muchos años. Yo era su único pariente vivo.
Viajé a Buenos Aires de forma desprolija y apurada dejando asuntos pendientes.
Volví al barrio de donde había partido hacía mucho, mucho tiempo. Arribé un día de llovizna húmeda y pegajosa.
La casa no tenía rejas, sólo la pequeña puerta de tablitas con un pestillo.
Doña Carmen, una vecina ya muy vieja a quien tardé en reconocer, me dio la llave de la puerta de entrada.
─ ¿Qué le pasó, fue de golpe? - pregunté. Nunca tuve noticias de una enfermedad.
─ ¡Bien dicho, de golpe! Se cayó de la terraza, lo encontramos en la vereda.
Y agregó en voz baja: ─ Se comenta que se pasaba a la casa de al lado cuando se iba el marido.
Deseché el comentario y entré en la casa. Noté que la puerta estaba abierta, había un olor rancio a humedad y encierro. Ni bien dejé el bolso en la mesa llamaron a la puerta.
─ ¡Hola! –me saludó un flaco pelirrojo con cara seria.
─ Usted es el nieto- afirmó. ¿Sabe que su abuelo me dejó un clavo de dos meses en el almacén?
─Bueno, voy a la funeraria y paso por su local- le respondí.
─ ¡No se olvide! –gritó.
Y se fue conforme.
Salí a la vereda. Ya no llovía pero seguía nublado y pegajoso. La funeraria estaba cerca.
Escuché que alguien se lamentaba detrás de mí: ─ ¡Qué pena lo de Alberto, tan jovencito!
¿Jovencito? Si tenía ochenta años, pensé. Me quedó claro cuando la vi, era la madre de doña Carmen.
Empecé a caminar y cuando estaba llegando a la esquina me paró un pelado en bicicleta. Lo reconocí rápido. Era Gregorio, el quinielero, que había perdido el pelo pero no las mañas.
─Escúchame, pibe, el Alberto me jugó al fiado y tengo que rendir, pero no agarró un sope y eso que le jugó a la caída, como si supiera.
Le pregunté cuánto era y le pagué. Gregorio siempre fue de ley.
Crucé la calle y vi el cartel del velatorio. Entré y estaban velando a un enano, se me ocurrió que era una muestra gratis de propaganda. Hice el papeleo, pagué y salí. Lloviznaba otra vez.
Tenía hambre, no comía desde que bajé del avión. Me acordé de un bodegón en una esquina pero no sabía si existía todavía. Anduve unas cuadras y lo vi, el tiempo lo había dejado ileso, feo como siempre. Me senté a la mesa de la ventana.
Un morocho grandote con delantal de carnicero se acercó y me preguntó.
─ ¿Usted es el nieto de Alberto?
─Si, ¿qué dejó debiendo acá? - inquirí resignado.
─Y… el sábado apareció con dos señoritas de esas de la noche - contó con timidez- y se tomaron todo. Se agarró una curda para tres cosacos y no le pude ni cobrar.
Le pagué, comí y salí del bodegón para regresar a la casa pensando que había algún desgraciado que paraba los colectivos para contarles que yo había llegado.
─ ¡Oiga! -me gritó un tipo de cara verdosa y larga como un yacaré.
Lo miré acercarse y me cayó la ficha.
─ Vos sos el de las minas- lo madrugué antes de que dijera nada.
─Sí, y poné la mosca o te estropeo -amenazó.
Le pagué.
Por fin llegué a la casa, me tiré en la cama que estaba revuelta de hacía meses y el tic tac de un reloj viejo me durmió. Dormí bastante y me desperté porque golpeaban a la puerta. Recordé al marido de la vecina, por suerte era el cartero. Dejó una notificación de remate de la casa.
Miré la guita que tenía y con lo último llamé un taxi y rajé al aeropuerto.
Ya en el avión con la mirada perdida me cayeron como sombras todos los muertos familiares y el viejo Alberto sin duda iba a ocupar un lugar privilegiado en mi memoria. Una sonrisa me salió de adentro. ¡Qué viejo atorrante!
El avión despegó.
─Y, que la deuda del almacén la pague la vecina de al lado -pensé.
Taller Literario Anaquel, Biblioteca Popular 9 de Julio
Anaquel nació hace 8 años honrando una noble tradición literaria de la biblioteca.
Nos reunimos todos los miércoles por la tarde para leer, escribir, hacer juegos literarios y desarrollar actividades performáticas de escritura creativa.