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Columna
Anécdotas
24 Nov 2023

Mi mundo en bici, por Dante Pena

Dante Pena fue un vecino de Castelar que en la primera mitad de la década de los 2000 narró sus anécdotas a Castelar Digital. Vivió 26 años en la ciudad y luego emigró a España desde donde, 13 años después, compartió sus historias y analogías.
Mucho antes de que Internet lo ocupara todo, mucho antes aun de que los chicos se vieran absorbidos por interminables partidas de artes marciales cibernéticas, en consolas con nombres en inglés; Los chicos que vivíamos en Castelar hacíamos algo mas que mirar el tiempo pasar asomados a ventanitas virtuales, que si bien provocan emociones, no transmiten olores ni sensaciones táctiles; como cuando jugábamos debajo de esas lluvias torrenciales de verano, o rompíamos el hielo que se acumulaba a los lados de las calles en invierno, o cuando escuchábamos el ruido del viento entre las ramas de los eucaliptos mientras paseábamos en bicicleta.

Mi familia nunca fue adinerada. Mis abuelos eran empleados y zapateros, y mi padre un jefe intermedio de la fábrica Citroën, en Barracas. Sin embargo, en aquéllos años a finales de los sesentas y principios de los setentas, aún las familias obreras podían darse el lujo de tener diversiones similares a la del resto de los mas acaudalados del barrio. Salvando las marcas, nosotros podíamos disfrutar de un paseo en coche, de estrenar zapatos al comienzo de cada año lectivo, y de recorrer en esas hermosas tardes de verano, las calles de Castelar en bicicleta.

Un seis de enero de 1973, al despertarme del sueño nervioso y entrecortado de la noche de reyes, pude comprobar que estos señores reyes, que evidentemente habian cobrado el aguinaldo completo, me habían traido una bicicleta nueva; y otra a mi hermano mayor. También habia otros regalos, pero la visiòn en el patio de mi casa de las dos bicicletas estacionadas sobre sus patitas cromadas quedó grabada para siempre en mi memoria.

A mi me tocó una Aurorita de color verde, con una bocina a pilas con ojos de gato que hacia un ruido rarisimo. Y a mi hermano daniel una Miniroda roja.

Por aquél entonces las jugueterías de Castelar sacaban a la calle una manada de juguetes hermosos para que nuestros ojos se recrearan y los padres sufrieran haciendo cuentas que jamas satisfacían el presupuesto familiar; juguetes en la mayor parte fabricados en Argentina, con materiales y colores que distaban muchísimo del mal gusto y poca calidad de los que vemos hoy dia en las tiendas de importación. Aquéllos Rastis, Duravits, Mecanos, Mis ladrillos, y los cochecitos de colección de turismo carretera, nos quitaban el sueño, aun mas que los cd´s truchos que los chicos de hoy día olvidan al segundo día de haberlos metido en sus consolas.

Esa bicicleta significaba para mi un punto y aparte en mi pobre condición de peatón. Significaba que no debería arrastrar mas la pesada bolsa de los mandados, cuando iba a comprar al almacen de Comesaña. O a buscar el pan en La Española, o encargar un pollo a la rotisería Santa Anita en la esquina de Arias y Carlos Casares.

Era una promesa de libertad y de autonomía, una sensación de independencia que me equiparaba a los chicos mayores del barrio, cuando los veía adornar sus bicis con cintas de colores o paletas de helados entre los rayos de las ruedas. Era una invitación a formar parte de un club exclusivo, que se congregaba los fines de semana en la Placita de los Españoles, entre sus pinos y sus callecitas de polvo de ladrillo, que hoy día pude comprobar, han sido reemplazadas por senderos de asfalto oscuro y triste. Como era de esperar, ese dia no me baje de la bicicleta ni tan siquiera para comer, y, en un alarde de valentía me anime a ir solito hasta la avenida Sarmiento, donde había unas casas preciosas (según el comentario mil veces repetido de mi madrina Mabel ).

Asi, con el correr de los meses y los años, pude apreciar las dimensiones y la hermosura del pequeño mundo que me rodeaba, visitar otros barrios, tomar la sombra bajo otros árboles, comerme un helado de la Heladería San Remo, mientras manejaba mi bicicleta sin las manos.

Algunos chicos en aquélla época practicaban lo que hoy se ha rebautizado como "tuning", poniendole a sus bicis unos asientos larguísimos con respaldo, tipo "banana", que yo jamas tuve, porque el presupuesto llegaba para lo que llegaba ,y no para ponerle cosas caras a mi medio de transporte. Pero si podía ponerle calcomanías, cintas y bombitas de agua infladas con aire, para que hiciera ruido contra los rayos y emulara a una imaginaria moto, ruido que seguramente no le debía hacer mucha gracia a los vecinos que dormían la siesta en las tardes de domingo.

Una vez hasta me animé a ir a Parque Leloir, y allí descubri unos lugares fantásticos para jugar a muchas cosas, pero lamentablemente los otros chicos no tenían la misma pasión que yo por pedalear y preferían ir a una improvisada pista de bici cross que estaba dentro de un terreno baldío, bautizado por los chicos del barrio como "La canchita de Presente".

Tiempo después comprendí que habia que cuidarse de los amigos de lo ajeno, asi que me agencié una cadena con un candado viejo que encontré en el fondo de un cajón en un tallercito que había en mi casa, que me sirvió para poner la bicicleta en ese montón gigantesco de ruedas que se generaba a los lados de la entrada del club Mariano Moreno, cuando los chicos ibamos a la pileta en los meses de verano.

Con el correr de los años, el asiento de mi bolido verde cada vez estaba mas alto, la pintura mas descascarillada, y la bocina con ojos de gato desaparecida en algún rincón de mi casa durmiendo en un mar de herrumbre soñando con tiempos mejores. Ya no era mi pasaporte a la libertad, solo era una herramienta para acercarme a algún sitio si no podía ir en colectivo.

Como pasa en todas las familias, en el fondo de las casas descansan infinidad de objetos que jamas volverán a cumplir función alguna, y alli fué a parar mi bicicleta verde cuando mi atención estaba centrada en el colegio secundario, en la música de Queen, y principalmente, en las chicas.

Una tarde, al llegar de un lugar que ya ni recuerdo, mi abuelo había limpiado el fondo de trastos inútiles. Ya no había botellas vacías ni cajas con cachos de tuberías de plomo, ni maderas viejas...tampoco estaban los restos de mi Aurorita verde colgados de la pared del fondo, se los había llevado un botellero; que en esos años te visitaban en tu casa, con una pequeña balancita romana, siempre trucada, y te compraban los que tuvieras para venderle. ¡Daban dinero por eso! ¿lo recuerdan?.

Corrí como un loco a ver si el botellero estaba aun por alguna calle cercana, pero no lo llegue a ver. Mejor así. No hubiera soportado ver el cuadro y las ruedas oxidadas colgando, moviendose al ritmo del bamboleo de un par de ruedas de carro que estaban a punto de desarmarse.

Caminando de vuelta a casa, recordé el día que la vi por primera vez, y aun hoy creo, que jamas he vuelto a sentirme tan ilusionado por ninguna cosa, como aquel dia de reyes en el patio de mi casa, cuando me abrieron la puerta de la libertad y pude conocer mejor las calles de Castelar, sintiendo el viento en mi cara, y sabiendo que en la próxima esquina, sería mi desición, la que me indicara que camino tomar.

Desde Madrid, y con el coche en el taller, como siempre; los saluda Dante. (Febrero de 2005)


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