Galletita agridulce, por Joaquín Tolaba
La cosa era más difícil antes. La manteca no estaba a la vista como sucede hoy día en los grandes supermercados. En estos almacenes primitivos la manteca y otras cosas afines como los sachets de leches, las margarinas, las tapas de empanadas, la grasa vacuna, el queso fresco y el dulce de batata reposan (digo así porque aún existen estos almacenes) en una gran heladera de la que sólo el que te atiende, puede manejar la cuestión como se le cante. Ustedes se preguntarán cómo hicimos, cómo le pudimos robar la manteca grande. No hicimos nada de otro mundo. Mi hermano se lo charló al Tortuga, no sé de qué le habló (posiblemente del valor del dólar o del corchazo que se pegó el guitarrista de Nirvana) y salieron juntos afuera, quedándome solo y con toda la disposición del mundo. En la puerta de atrás, una luz a medio encender me absorbió y quise chusmear un poco el lugar. Un souvenir de San Bernardo, un almanaque de Moria Casan en pelotas, una cabeza de un animal muerto en la pared y mucho olor a pata mezclado con comida grasienta. Desde ese pasadizo oscuro salió una voz monstruosa. Era como unas quejas cortas. Una voz de alguien que estaba sufriendo. Era como si tuviera tapada la boca, como pasa en las películas de Lorenzo Lamas. Ya robada la manteca me la puse en el bolsillo y me quedé esperando del lado donde empezó todo. Estuve dos minutos haciéndome el que miraba el precio de las galletitas agridulces. Luego volvieron los dos. El Tortuga lo mandó a cagar a mi hermano y él hizo lo mismo.
- Pendejo pelotudo, chito la boca eh -
- Pelotudo vos, viejo choto-. Le contestó mi hermano con la boca llena de alfajor. Mi hermano vivía comiendo alfajores todo el tiempo, comía los de chocolate, los de leche y hasta los de fruta.
Mi hermano tenía siete años y yo unos nueve creo.
Luego todo siguió y jugamos el partido. Perdimos por goleada y nos expulsaron a dos, sí a dos, a mis amigos, al Rubio y al Esteban Randissi. La verdad es que jugamos muy mal. En ningún momento tuvimos la mínima posibilidad de ganar. Mucho franeleo con la pelota, pero cero decisión final, digo, nos faltó tirar al arco. La gente que nos fue a alentar, dejaron de hacerlo y nos empezaron a tirar naranjas. Las famosas naranjas grandes, las jugosas, esas que se vendían en la verdulería de Chi chi. Una me pegó en la frente y quedé medio pelotudo un buen rato y no sé por qué me puse a llorar.
Lloré un montón y mi hermano me levantó.
Mientras la llovizna paraba y el frío se hundía en mis manos, se metió a la cancha El Viejo Ulises y empezó a amenazar a todos con una escopeta.
- ¡Las naranjas son para comer, váyanse de acá negros de mierda, estos son mis terrenos. Dejen de romper las bolas, vayan a otro lado, pendejos forros! -. Eso nos decía El Ulises y nadie entendía un cuerno.
La cosa es que Plaza nos ganó como les digo, pero no se llevaron el trofeo. El premio se lo llevó El Padre Ramiro para gestionar los cursos de catecismo y el trofeo quedó clavado en el barro, al revés, en la mitad de la cancha. Llegando a casa, me acuerdo que le pregunté a mi hermano de qué había charlado con El Tortuga y me dijo, "ya sabes, de la persona que tiene atada en su cuarto, dice que no lo va a largar, y que tampoco lo va a matar porque vale más vivo que muerto."
Joaquín Tolaba, integrante del taller literario de Analía Bustamante