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Columna
Cultura
11 Feb 2022

La casa más linda: Huellas dactilares

Por: Julia Sierra.
Julia Sierra es Profesora en Letras y creció en La Casa Más Linda del Mundo, una típica casona de un Castelar de otra época. Su mirada y su pluma invitan a conocer cada rincón y detalle.
“Soñé con tu casa. Soñé con los olores de tu casa. Y con sus ruidos”, me dijo mi amiga la última vez que la vi (hacía mucho no nos veíamos y la nostalgia, se ve, permeaba las conversaciones más intrascendentes).

Me acuerdo de que alguna vez, en nuestra adolescencia, ya había hecho esa observación. Hoy vuelvo a ella porque la considero muy atinada: cada casa tiene su aroma particular, como consecuencia  de movimientos, usos y hábitos un poco más sutiles que la preferencia sobre tal o cual producto de limpieza, o las elecciones cotidianas de menú.
Las casas también, por los mismos motivos anteriormente nombrados, componen su propia sinfonía.

En una casa de puertas abiertas como lo ha sido siempre la casa más linda del mundo, el vaivén de  personalidades, el desfile constante de visitas y la circulación de sus moradores (siempre tendiendo más  al movimiento que al estatismo) han ejercido un evidente influjo en lo que a materia odorífica y sonora respecta.

Juego sinestésico de olores que son imágenes, ruidos y texturas, intento descifrar y aislar el aroma de la casa:  casa de maderas y libros, de muebles y ocasionales rincones de polvo, de ceniza en las chimeneas, de crema de lustrar y acrílicos, de restos de jabón en polvo y sábanas limpias, de placard que guarda tachos de pinturas y barnices secos que nadie, por algún motivo, tira. Olor a techo alto, a eco de escalera, a vidrio quebrado, a foco que no prende, a sombra de follaje salvaje porque no hubo poda.

El olor a territorio marcado por uno de los gatos de la casa, en una época en la que se disputaban ciertos dominios y elegían la pinotea de la biblioteca para establecer límites cartográficos.
El timbre de la entrada, que llegué a escuchar en mi tiernísima infancia, hasta que murió y eventualmente fue sustituido por artefactos de pila que nunca funcionaron del todo bien, ni duraban demasiado, y cuya sonoridad me retrotrae a las salas de espera de los noventa; paradójicamente, el timbre que efectivamente pertenecía a una sala de espera era el del consultorio médico de mi papá, de índole musical que ostentaba varias melodías felices y excesivamente largas (lógicamente, entre ellas, el “Feliz cumpleaños” o el “Himno a la alegría”), lo que siempre me pareció un poco ridículo.

El aroma a habitación recién empapelada. El sonido del papel que se rasga, rito previo y necesario para el recambio.

La melodía completa que componen cada uno de los peldaños de la escalera al ser pisados, que no es la misma si se sube o si se baja, como no es idéntica tampoco si quien sube es alguno de los  habitantes de la casa o una visita. Cada individuo, en su peso y andar, tiene su ritmo, y la casa suena acorde a ello.

El humo que invadía todos los ambientes hasta que se acomodaba el tiraje de la chimenea y entonces estaba oficialmente estrenada la temporada de fuego y leña.

El rebote de los pisos de pinotea, que se siente primero en la planta del pie y continúa en el mobiliario circundante.

El ruido que, una noche, escuchamos mis amigas y yo, en una sesión de pijamada, y que provenía del consultorio, como si hubiera una persona descalza caminando por el cerámico: un eco de talón chocando contra el piso frío, que nos hizo pensar que no estábamos solas.

El sonido que durante una época escuchaba en mi habitación todas las noches, entre las diez y las once, sonido que, más tarde, escucharía mi papá al ocupar esa misma habitación y que identificó como “el corazón de la casa”. Unos años después, esta anécdota fue semilla de un relato infantil que escribí y que mi hermano ilustró: “La casa del Mimi” no sería ni el primer ni el único homenaje artístico que le rinde tributo a la casa más linda del mundo.

En su perpetuo movimiento, la casa respira. En nuestro tránsito por ella, los sonidos, aromas y texturas, son huellas dactilares que imprimen identidad a una edificación que, de otro modo, no sería más que una mera carcasa. Y sin embargo, llena de vitalidad, se vuelve matriz; nosotros somos sístole y diástole de su  corazón latente.
 

#ColumnaRelacionada: La casa más linda del mundo

Julia Sierra

Julia Sierra

Profesora en Letras (UCA)

Recopilo disparadores de escritura en @lacasamaslindadelmundo y en el blog hydraulica.medium.com.
También ilustro un poco de poesía cotidiana en @mamajulaok y, a veces, juego con melodías en @tranquitilo.


 

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