Travesuras: Por el Mig 15 a la comisaría
Por: Leandro Fernández Vivas.A fines de noviembre de 2000, la Base de Morón y su entorno eran muy distintos a cómo se los aprecia hoy. Había dejado de ser la VII Brigada a fines de los 80 y poco más de diez años después gran parte de sus instalaciones estaban en desuso. Nos era habitual ingresar por ‘la parte de atrás’, donde hoy se ubica la Reserva Natural Urbana y el Barrio Procrear de Castelar Sur, para recorrer los bosques, las calles abandonadas. En las incursiones más intrépidas llegábamos al polígono y a los abandonados polvorines que mostraban en el suelo lo que había sido su techo de fibrocemento. Meternos y llegar a los hangares para ver un avión era una misión muy difícil, algo que nunca habíamos hecho hasta ese momento.
Lo que hoy es la transitada Santa María de Oro y el Parque Lineal que bordea la base, era una calle de tierra y una vereda de yuyos y basura. Un agujero en el alambrado cercano a la puerta de acceso de Máximo Paz nos permitió escurrirnos hacia la base. Con mi amigo El Mono, siempre compañero de aventuras avioneras, no nos costó llegar hasta los hangares, pero no sabíamos cuál era el 5, así que recorrimos todos. Por la altura del año estábamos aún en pleno ciclo lectivo, así que nos camuflamos entre los estudiantes del INAC y pasamos desapercibidos. Llegamos hasta el último de los hangares, aquellos que hoy le dan cobijo a los aviones y talleres del Museo Nacional de Aeronáutica, pero no encontramos al MIG. En uno de esos hangares, mientras recorríamos la plataforma, se abrió una puerta y salieron varios perros al encuentro. Detrás un uniformado los frenó y nos señaló cuál era el hangar que buscábamos, era el primero, nos habíamos pasado de largo.
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Llegamos al hangar cinco, era el civil, el que estaba aún antes del hall de la base, el más cercano a Castelar. Allí un fuselaje de Learjet arrumbado contra una pared nos dio la bienvenida. Ingresamos y un señor nos cortó el paso: “¿Qué buscan?”. La honestidad nos ganó de mano y le contamos que estábamos buscando el Mig 15. “Pasen, pero no se lo digan a nadie más, esto es un desfile de pibes queriendo ver el avión!”, refunfuñó y nos llevó al Mig, además exigió que no toquemos nada.
Hermoso avión, lustrado y brilloso. Con una estrella en el empenaje y su típica boca bajo el parabrisas dispuesta a tragar aire. En sus labios tres cañones que parecían intimidantes. Los ojos se abocaron a capturar detalles, sólo importantes para fanáticos: Cómo se unía el ala con el fuselaje, qué forma tenía el tren de aterrizaje, cuán alto era el avión en general y, sobretodo, capturar el tamaño como para poder tener un patrón al compararlo con otros aviones. Unos minutos y nuestro acompañante nos invitó a irnos. Misión cumplida, o eso creí. Salimos contentos por el mismo lugar donde habíamos entrado.
Apenas una semana después, y luego de haberle contado a todo aquel que tuve oportunidad, se me ocurrió volver a ver al Mig. Diciembre estaba caluroso, pero caminar por la base siempre era tentador. Esta vez convencí a Gastón, otro de los pibes del grupo, para que sea mi acompañante. Ahora debía ser más fácil, ya sabíamos dónde estaba el Mig.
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El ingreso por Máximo Paz no tuvo mayores diferencias, en algún sector estaba el pasto distinto, corto, pero no nos llamó la atención. La base parecía desierta y nos invitaba a recorrer más allá del hangar cinco. Dimos una vuelta, encaramos a la plataforma, pasamos por una estación de servicio de combustible aeronáutico y por un pequeño cuartel de bomberos cuando una persona, incluso más joven que mi edad actual, se nos acercó andando en bicicleta. “Hola. ¿A dónde van?” nos disparó amistosamente. “Venimos a ver el Mig 15. Nos contaron que está en el hangar cinco”, respondimos convencidos de que la impunidad estaba de nuestro lado. “Pero ustedes no pueden estar acá. No pueden andar así paseando. Estas son instalaciones militares”, dijo marcando la seriedad del diálogo, pero nosotros contábamos con nuestro salvoconducto garantizado: “Somos del INAC…”. La cara de nuestro interlocutor cambió, empezó levemente a mostrar una mueca de sonrisa y de desagrado al mismo tiempo. “Pero el INAC ya terminó, las clases terminaron la semana pasada”. Listo, habíamos sido descubiertos.
La caminata fue en silencio. El soldado, aunque vestido de civil, nos escoltó hasta el Escuadrón Base donde nos entregó como intrusos: “Señor! Intercepté a estos dos individuos merodeando la plataforma principal. No pertenecen a la institución e ingresaron sin permiso”. El oficial que nos recibió despidió al soldado y comenzó a acribillarnos a preguntas. Nuestra valentía se había ido por completo y la honestidad, otra vez, entregó todo: Nombre completo, DNI, Teléfono de mamá y papá, dirección, edad, colegio, todo. “Ahora llamo a la comisaría para que los vengan a buscar. Sean concientes de que cometieron un delito, ingresaron en una unidad militar”, completó y entró a una oficina dejándonos solos en una playón. Habrán sido no más de diez minutos, pero fueron interminables. Aprehendidos por una fuerza militar luego de haber intrusado sus instalaciones y sólo por querer ver otra vez al Mig. Gastón me quería matar, él no era avionero, no le interesaba el Mig, solamente me estaba acompañando, estaba ahí por amistad. En silencio y sin custodios nos surgió una idea: “¿Y si nos escapamos?”, le dije sin mirarlo, mis ojos apuntaban al portón de Máximo Paz. “¿Y si nos tiran?”, respondió Gastón haciendo una pistola con sus dedos. La secuencia que imaginé parecía de película, nosotros corriendo, saltando al alambrado, los sonidos sordos de los disparos en la distancia y flores carmesí estallando en nuestras espaldas… nunca hubiera ocurrido eso, pero teníamos un susto que imaginaba de todo!
El oficial salió nuevamente pero ya con otra actitud. Apretó sus labios, nos miró y confesó: “no van a venir de la comisaría, no se quieren hacer cargo porque son menores. ¿Qué edad tienen ustedes? Mi hijo tiene 14, son unos boluuudos…”.
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Un serio soldado fue nuestra escolta hasta el portón de la avenida Pierrastegui. Las 20 mil cuadras que caminamos desde allí hasta Castelar, Gastón las ocupó en putearme y recordarme por qué no teníamos que meternos en la base, ni siquiera por un Mig-15.
Hoy ese mismo avión integra la colección del Museo Nacional de Aeronáutica (Ver: Una reliquia de la historia de la aviación duerme en Morón). Su propietario lo cedió en comodato a la institución y todo curioso lo puede conocer al visitar el museo ubicado en la misma Base de Morón, ya no hay necesidad de saltar alambrados ni de meterse a escondidas en una unidad militar.
Leandro Fernández Vivas
Periodista
Técnico Universitario en Periodismo.
Director Periodístico en Castelar Digital.
Socio Fundador de Ocho Ojos.