Correo de lectores: “Dicen que muere solo lo que se olvida“
—Necesito una pluma cucharita- le dije esa tarde a mamá, —además, un cuaderno nuevo y un papel araña azul—.
Unas monedas y un beso eran el pasaporte a mi independencia. Doblar en Rodríguez Peña y Arias, en la tienda de Don Roque Adalián para hacer compras, era toda una aventura. En la calle Campana los muchachos grandes jugaban al jockey sobre patines y la Avenida Arias se mostraba en todo su esplendor, con autos y colectivos en doble mano, sus comercios y su gente.
En el predio de la quinta Costa, el Circo Imperial Japonés estaba instalando su carpa. La lona verde se reflejaba en las vidrieras de la Pizzería Junín, en la casa de remates Sigal, en la vinería y despacho de bebidas Sotile y en la rotisería de Santa Anita. Entre los chicos que ofrecían volantes del circo a cambio de una entrada gratis lo vi a él… con su pelo engominado y sus pantalones hasta la rodilla, montando su bicicleta azul.
Se cruzó enseguida y los moños de mis trenzas volaron como mariposas nerviosas.
— ¿A dónde vas?
— A la librería de Josefina Tort— le contesté
—Te acompaño- agregó rápidamente.
Cruzamos Carlos Casares (Calle de tierra) y allí el carro de la panificación hacía sonar su corneta inconfundible. Unas mamás con sus hijos compraban deliciosos pebetes largos y el níveo pan lactal envuelto en papel de seda blanco con dibujitos colorados. La vitrina de la casa de radios y televisores de la esquina nos devolvió nuestras siluetas paseanderas. Nos asomamos a las ventanitas que mostraban el subsuelo y el señor que fabricaba pantalones nos saludó desde abajo. Don Guerra y su señora nos guiñaron un ojo cómplice desde el almacén. La casa mujercitas, la sedería de Malrbel, una casa de pilares amarillos y por fin, la librería que anunciaba el fin de nuestro recorrido. Compré el cuaderno La Materia en el Arte y papel araña, pero… ¡no quedaban plumas cucharitas! Él, muy solícito, me dijo “Vamos a La Recova, seguro el señor Santiago tiene”.
Yo, muy avergonzada, le contesté que mis padres no me dejaban cruzar del otro lado de la vía. Él se ofreció a ir en su bici (Era tres años mayor que yo y a él sí lo dejaban).
Pasando la pizzería, atravesamos la calle Timbúes. Desde la farmacia Ferrán el muñeco con la calva llena de clavos y su cara regordeta nos sonrió con más bonhomía que nunca. La torre de la iglesia hacía replicar sus campanas llamando a misa vespertina. Mucha gente había bajado de un tren y la Avenida Arias se poblaba de uniformes escoceses de las chicas del Sagrado Corazón que ya habían salido del colegio. Desde la vereda de enfrente, Modas Uke nos contemplaba con sus novedades. La fábrica de pastas La Romana y la Florería Mauro nos regalaban nubes de harina y perfume de rosas y claveles húmedos. A ambos lados la casa de regalos, la tienda Mehed’c y la tienda Belga, Casa Hispania, Zapatillería Bibito ofrecían tentaciones para los demás…
¡Y el olor a café!¡Ese inolvidable olor a café y a chocolate de siempre que nos llevaba en sus alas hasta la esquina! Luego, el almacén Pastorica, la ferretería Balbi, la eterna zapatería Atenas, el almacén de los tres hermanos, y al fin… la barrera a rayas blancas y rojas, como una frontera.
—Ya vuelvo— me dijo.
—Te espero enfrente— le contesté.
Lo vi cruzar las vías, pasar delante de la Confitería Castelar y entrar en La Recova.
Y entonces apoyé mi nariz en la vidriera de aquella inmobiliaria que me invitaba con su mano luminosa que se agrandaba y se achicaba en cinco colores diferentes de neón.
Miré hacia adentro, hacia “mi” tramo de Arias, el que estaba pintado en el fondo de una pared. Ese tramo de calle hacía que Arias continuara en las entrañas de las casas, de la Carbonería, de la Peluquería, de la Panadería 9 de Julio hasta llegar al Cine Select.
Esa calle era mía. Con sus chalets al óleo, con sus plazoletas, sus árboles y sus farolas. Tan cuidada, tan idílica. Arias no nacía en la barrera como decían los grandes. Nacía una cuadra antes, en esa callecita de fantasía. De pronto, él me tocó el hombro, sacándome de mi ensueño.
— ¡Aquí está tu pluma cucharita! — me dijo.
— ¡Gracias! ¡Sos un amor! —- le contesté turbada.
Desde la estación se oyó, mezclado con unas campanadas, un altavoz que anunciaba con su voz en sordina: ¡Castelar solamente!
“Castelar solamente”, pensé… Y fue nomás, “Castelar solamente”. Castelar “siempre”, para los dos juntos.
M.Cristina Catá de Marino
Carlos Alberto marino.