Letras robadas en los anaqueles de Castelar
Por: Lucas Perata .Pueden encontrar más escritos míos e información en: www.peratalucas.wordpress.com
Miro la hoja amarillenta y enchastrada con tinta negra, parece un test de Rorschach, una mariposa, dos personas fornicando. Miro las mesas vacías, el reflejo de la luz en la vereda produce una sombra benigna. Bajo la cabeza y veo como mi dedo gordo escapa por el agujero de mis medias que mamá olvido remendar. En esta rescritura no siento extrañamiento sino una nostalgia profunda que me comunica mi taza.
Mamá está sola, hablando por teléfono con el Pesado. Escucho Su voz desde mi mesa, la bocina del teléfono parece desconarse con cada alarido que exhala en mayúsculas. La garganta se me seca con tan solo oírlo. Tomo un gran trago de leche tibia que se desparrama un poco sobre mi cuaderno y deja un rastro sobre la mesa de caoba, ya puedo ir el reclamo de mamá por no usar posavasos. Esbozo con mi lapicera sobre la hoja humedecida una oración: la conversación pasa a ser por teléfono, el paraíso se convierte en una cafetería del centro y la limonada fría en leche tibia. Tacho todo hasta que se vuelve ilegible y me corrijo: será necesaria una deconstrucción total de la obra partiendo de su digestión, destrucción y rizomatización antes que pensar en modificar las unidades de tiempo y lugar.
Se escucha el chirrido de la bisagra de la puerta principal y el sonido seco de unos zapatos contra el parquet cortan con la monotonía de la mañana: llegó Fernández.
–Maestro, ¿escribías? – Me dice sentándose frente mío y mirando con extrañeza el engrudo en el que se convirtió mi cuaderno.
–Intento.
Mira hacia la cocina donde mamá escucha al Pesado, hace un ademan de reconocimiento y se va a buscar un vaso de soda fría. Lleva puesta una camisa mal planchada y, por el resplandor enceguecedor de su cabellera gris diría que no se ha bañado, por lo menos, en unos cuantos días o, tal vez, semanas. Se sienta frente a mí:
–¿Sabés qué intenciones tiene este salvage?
–Por su biblioteca asumo que la quiere llevar a recorrer el mundo: Europa, Egipto, Estados Unidos, lo que sí, no sé con qué dinero. Es un maestro de escuela normal.
Se queda pensativo, prende un cigarro en el sector no-fumadores, mamá se va a enojar y luego de darle un par de amplias bocanadas vuelve a la conversación:
–¿Pensaste en mí propuesta? Escribamos juntos los prólogos, te puedo asegurar que en 42 años los tenemos publicados, censurados y distribuidos por el continente.
–No puedo. Prometí no volver a escribir prólogos.
–Pero, ¿a quién le prometiste eso?
–A mí mismo.
Recorre con sus dedos finos el vaso humedecido palpándolo como un ciego palpa un seno. Vuelve su mirada hacia la cocina desde donde se oyen las dos voces, mamá y Pesado, convertirse en una sola melodía atonal y me tira, por un descuido, la birome al suelo.
–Decime, esa promesa que hiciste, ¿es algo personal con mis prólogos? No entiendo por qué no querés participar de la última primer novela de la historia.
–No, creo que no es contra vos.
–No sabés cuánto me hiere lo que decís – dice mientras se le escapa una carcajada y me devuelve la birome.
Afuera sopla un viento mecedor, la poca luz del amanecer se convirtió en un espejismo fulgurante; las pocas almas que recorrían las calles se convirtieron en pelotones desalmados lunecidos preparados para enfrentar el día. Fernández agarra mi cuaderno y tacha las últimas dos oraciones que escribí.
–Listo –me dice –te arreglé el relato. Ahora vayámonos, tengo un deseo ardiente de desnudarme y escribir unos prólogos.
–Otra vez con esas perversidades –mientras le arranco mi cuaderno de sus manos sucias.
–Sabés loco, el otro día encontré una joyita revolviendo unas cajas polvorientas que tenía escondidas el canillita sátrapa que está frente a la estación.
–Leéte algo –le digo.
Un elemento de controversia
que nos lleve a lo paradojal
tras cada línea, cada pausa:
la ambigüedad a expensas de la convención.
Mamá sale de la cocina con el inalámbrico en la mano. El salón: vacío, todavía faltan algunas horas para el mediodía. El pantalón que usa era negro y ahora es gris por la harina y los lavados, mismo destino atravesó su remera verde manga larga. Se acerca hacia nuestra esquina sin despegar la oreja del teléfono. Fernández anticipando una charla con el Pesado huye hacia el baño con su librito escondido en el bolsillo de su pantalón; yo, me tomo lo que quedo en mi taza luego del accidente y me aclaro la garganta.
Mamá me pasa con él: el Pesado me pregunta sobre lo que escribo, me acusa de ser un literato que vive en su cúpula de cartón conurbano y no un pilar fundamental de la lucha política y social de este bendito País. Guardo un momento de silencio. Cuando estoy a punto de contestar pide por mamá saludándome y excusándose:
–No te molesto más, pibe.
Luego de haberme molestado.
Nuestros sacos cuelgan del perchero en el altillo: lugar mágico donde escapamos por las noches. La luz lunar invade las calles e ilumina tenuemente las paredes rojizas de ladrillo. Fernández sigue con su librito, sentado en el sillón individual de la esquina, insiste en que es la mejor poesía que leyó. Cierra los ojos y recita:
Una premisa constante, la duda,
indagando en la realidad,
buscándola fuera del contexto;
la materia a expensas del lenguaje.
Hay una pequeña hendidura en el techo por la cual una gotita rebelde entra y moja el engrudo que me quedo como cuaderno. Estoy solo, somnoliento, son las 11 pasadas, el velador apenas alumbra las letras que escribo. Ojeo el libro que me dejó Fernández, copio unos versos en una hoja manchada y escribo: la escritura-rescritura es una teología creadora de objetos que se negarán a ser hostiles a Dios.
Me reclino sobre mi silla, miro la luna y contemplo mi trabajo: tacho absolutamente todo salvo el verso copiado del libro de Fernández.
Lucas Perata
Estudiante de Letras
Lucas es estudiante del Profesorado de Letras en la Universidad de Buenos Aires. En la actualidad se desarrolla como profesor particular y escritor tanto de ficción como de no-ficción. Además, es columnista de Castelar Digital.