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Sociedad
19 Oct 2014

Graciela Mosches: "La pintura me salvó la vida"

Artista plástica, poeta y dueña de una de las galerías más convocantes el oeste del conurbano, contó a Castelar Digital cómo el arte fue el eje de su vida desde la adolescencia. En el centro de Castelar, el vagón de la Cumelén llevaba su firma, ahora lo comparte con otros artistas vecinos.
Castelar, desde sus inicios, adoleció de una plaza céntrica. Al no nacer como muchos otros puntos poblados, desde el diseño o con una fundación concreta, no se diseñaron sus calles con la intención de tener un centro organizado en un damero, sino que evolucionó en torno a la estación del ferrocarril, que le dio vida y forma.

Recién a comienzos de la década del 2000 la comuna recuperó un espacio abandonado que se transformó en su plaza céntrica. La Cumelén hoy es un punto de encuentro obligado para los vecinos de la ciudad, muchos de los cuales la conocen por una característica propia que recuerda su origen ferroviario, el vagón. La Plaza del Vagón, en su elemento icónico, lleva la firma de una artista plástica de Ituzaingó con años de experiencia, muestras y obras reconocidas: Graciela Mosches.

Graciela vive en Ituzaingó, pero su obra ha superado los límites del partido vecino. Su casa es un punto de reunión para los artistas de la zona donde encuentran un espacio para exponer, hacerse conocer y relacionarse con otros artistas de distintas disciplinas. La Casa Naranja y la galería Mosches han sido el lugar de exposición y crecimiento de artistas de la zona como Daron Mastropiero y muchos otros. Allí también se dictan talleres y se realizan eventos.

La obra de Graciela Mosches no puede encasillarse dentro de una tendencia o movimiento artístico concreto, ya que ha ido evolucionando a medida que ha desarrollado series, muestras y temáticas. Siempre con claras influencias del constructivismo y basadas en conceptos como la memoria, la sociedad y las mirada de los integrantes de la sociedad.

Su vocación, afirma, la acompaña desde su más temprana infancia. Ya en la escuela primaria sus cuadernos eran distintos a los de sus compañeros por contar con dibujos y trazos que adornaban cada página: “Teníamos un cuaderno muy gordo y en cada página, en cada esquina, hacía un dibujito, una flor, una pelota, un payasito. Era tan llamativo que yo hiciera eso en todas las páginas que una vez una maestra me pidió el cuaderno para mostrarlo y nunca más me lo devolvió... ya empezamos mal”, rememoró Mosches.

Su padre también dedicó su vida al dibujo, pero por una cuestión económica se inclinó por la publicidad. Los primeros pasos profesionales de Graciela también fueron en la publicidad, pero su vocación estaba ligada con el arte, con la expresión y con la mirada del artista sobre los eventos de la sociedad. “Vengo de la publicidad, por eso mi obra viene con mucha línea negra, hiper realista. Estaba en tercer año del colegio y tenía que decidir si seguir o pasarme a arte. Mis viejos me dijeron que como artista me iba a morir de hambre entonces... hoy soy docente y artista. Seguí en el colegio y no estudié arte”.

“Después hice publicidad, en ese momento no había carrera. Empecé a estudiar en Nueva Escuela. Vivía en Caballito y estudiaba allá y me dediqué a eso. Cómo retomé con la pintura tiene que ver con la historia del país.  Empecé la carrera de Historia en plena dictadura, en la facultad de filosofía y letra. Ustedes sabrán lo que es ser estudiante de filosofía y letra, estudiante de Historia, en plena dictadura. Yo tenía 19 años estaba en la calle Corrientes discutiendo de política y libros, en algún café. También estaba con los artesanos de Plaza Francia, y venía la policía y levantábamos el paño y nos íbamos. También teatro o dibujo, yo hacía la escenografía de una obra de teatro en la facultad. Para juntar fondos hacíamos artesanías. Me refiero a qué a mí me tocó una época, además de difícil, riquísima. Aprendí mucho de poetas impresionantes, y yo era una niña, tenías que haber leído a Cortazar, a Oliverio Girondo, era la palabra, la cultura, no podías estar fuera de eso. En ese momento el Facebook, la comunicación, era el libro en la mano”, recordó la artista de aquellos años que marcaron su manera de mirar el mundo y de realizar sus pinturas, “Tengo una historia de una familia comprometida, no políticamente, sino filosóficamente, con principios y profundidad. Los avasallamientos me son difíciles de soportar”, resumió.

El control policial sobre los artistas y sobre los estudiantes de carreras que, con el conocimiento, podían llegar a criticar, interpretar y analizar la realidad, aumento a niveles nunca antes vistos, con personal armado dentro de las facultades y revisiones de mochilas y cuadernos. Graciela recuerda que más de una vez debió dar explicaciones, simular ignorancia o ingenuidad. “Todos los días teníamos un banco vacío y no sabíamos que había pasado. Mi obra artística siempre va a tener algo a lo social y a la memoria. Porque uno la vivió, tengo amenazas, me tuve que ir de mi casa, me tuve que guardar. No hice nada, escondíamos los libros, quemábamos libros para que si venían no nos pudieran llevar. En el 80 me tuve que ir de la facultad”, relató.

Ese mismo año comenzó a tomar clases con quien sería su más grande mentor. Quién le enseñó a disparar su arte, como también a disfrutar su arte y las relaciones humanas. Según ella asegura también, junto con la pintura, le salvó la vida: “Carlos Alberto Llanos, venía de la escuela Constructivista de Uruguay. Hablaba de un arte universal, trabajaba sobre filosofía de la universalidad del arte. Este artista me enseñó a ser docente, me enseñó desde el dibujo, la pintura, la filosofía, la ética, y me salvó la vida... Se habían llevado a unos compañeros. Pasaba en esa época, que había ido un grupo a preguntar por una gente que no estaba y los capturaron a ellos. Se los llevaron, entonces nosotros íbamos a hacer una pintada, un grafiti. El grafiti tiene ese origen la protesta. Por eso el grafiti es a escondidas. Teníamos grupo de grafiti, que era escribir no más. Me toca hacer una pintada, íbamos muy bien vestidos pero con aerosoles y los guardábamos para que no nos descubrieran. Teníamos lugares donde encontrarnos después para saber que no nos habían agarrado. Mi maestro, un tipo grande que venía escapando de la dictadura de Uruguay, me dice: 'Gracielita, usted no va a ir, porque yo no la voy a dejar ir; le respondí, 'pero yo tengo que ir, están mis compañeros allá'. '¿Usted pensó en sus padres, en su novio?¿Sabe lo que le puede pasar?'. No me dejó ir, a mis compañeros se los llevaron esa noche. La pintura me salvó la vida. Realmente fue mi maestro. A algunos de los que se llevaron ese día los encontré, se fueron exiliados a México. A algunos otros no los vi más”.

“Hay muchas historias que te llevan a dedicarte toda tu vida a que, si sos un sobreviviente, tenés una misión y si esa misión podes llevarla adelante, lo vas a hacer. A través del arte y de la historia, por eso soy docente. Terminé la carrera recién en el 92. Me casé, tuve mis hijos y después me dediqué a la pintura otra vez”, narró.

Los noventa la impulsaron a retornar la pintura. Ya instalada en Ituzaingó, donde llegó en el año 86, tras un breve paso por un duplex de la calle Carabobo en Castelar, encontró que la zona no brindaba lugares para exponer pinturas y obras de arte en general. Ante la necesidad de exponer, abrió su propia casa para que los artistas de la zona tuvieran un lugar. “Esa locura es completamente mía. En ese momento no lo hacía nadie. Vinieron muchos músicos, venía gente impresionante, hacíamos teatro, un taller literario, leíamos poesía. Cada muestra era con algo de música, poesía, teatro. Era la Galería de los Abedules. El cierre de ese ciclo fue en la calle. Eran 35 músicos en la calle interpretando de tango a rock, lo que quieras. Hicimos un escenario chiquito, de tablones. Cerramos el día de los inocentes, porque todavía creíamos en la inocencia”.

Para impulsar su obra ingresa en el taller de Marino Santamaría quien la llevó a exponer en lugares más grandes, en la Ciudad de Buenos Aires y a jugar con otras estéticas para modernizar su constructivismo. “Siempre me sentí un poco exiliada acá. Estaba muy acostumbrada a estar cerca de los espectáculos de Capital. Acá es difícil volver al centro. Eso me incentivó a generar espacios acá. Y a generar otra obra. Cuando empiezo a pintar lo hago por otros motivos. Para volver a recuperar mi esencia, me conecto y veo que no hay espacio y los empecé a generar”, reflexionó.

En su búsqueda de un estilo personal comenzó pintando peces, con los que llegó a exponer en España. Pero siguió buscando hasta dar con el perfil que marcó su obra por aquellos años y que hasta terminó plasmada en el vagón de la Cumelén. “Me quedó el tema de la dictadura. Cómo tomaba yo y como podía tomar desde un lado no sensacionalista el tema de la dictadura y la represión; tomé rostros en gris y apenas color en la naturaleza; y una serie de figura sin rostro. Una linda obra. Un día veo que había una obra que le faltaba un pedazo y arranco con la obra irregular. Encontré el gusto de sacarle una parte a la obra, es muy Madi, que es un estilo argentino de darle forma a las obras. El Madi sale del formato cuadrado para que el fondo funcione con la obra. Yo antes había hecho una obra de desaparecidos como con las viñetas del comic pero con signos. Una boca tapada, un alambre de púas. Monocromáticas. Después pasé a deconstruir la obra, sacarla de formato, después vino una serie de rostros. El gris en los rostros y el color en la naturaleza. Seguían estando los rostros en gris porque aún no se había hecho nada con la justicia”, explicó.

El vagón, una obra del 2001, mostraba hasta hace poco la estética que Graciela Mosches llevaba adelante en sus obras en esa época. La presencia de ojos, de líneas en tonos de gris y poco color. Pero con el paso de los años, el color empezó a tomar presencia en sus series artísticas. “Empecé con series, el Circo de la Sociedad. Que son acróbatas que van por toda la sociedad y pasan por escaleras. Las escaleras son los símbolos de los centros clandestinos de detención, lo tomo del Nunca Más. También hay sillas, que son el símbolo de cuando te paralizas, o te quedas sentado. Paralizan o descansas, y también hay barquitos de papel que son las utopías. Toda esa simbología como crítica a la sociedad que se transformó en un circo, estábamos en el neo liberalismo... Después está la serie de los Memonautas, son los navegantes de la memoria, es un homenaje al Eternauta y la memoria. Escribo un cuento, y hago una serie. Son personajes que vienen de otra dimensión que te van despertando para que te acuerdes. Y después van atravesando caminos para despertar a la gente. Los Memonautas participaron con el Eternauta. Cuando la FM En Tránsito cumple años, aparece en una revista el vagón que pinté en el 2001 y sale el Eternauta caminando al lado del vagón. ¡Eso era el cierre! Yo había puesto esas figuras, en las que estaba trabajando en ese momento, y el vagón estaba instalado. Yo había empezado a trabajar con el Memonauta, aparece el Eternauta caminando con el vagón, fue lo más grande que me podía pasar, el vagón y el Eternauta”, recordó ante el grabador de Castelar Digital.

Las series artísticas continuaron con distintas temáticas, siempre analizando a la sociedad desde la memoria y la introspección. Las siguientes series, ya con más color, continuaron con rostros, con cañerías, con laboratorios y con texturas. Sus pinturas comenzaron a cobrar dimensiones tridimensionales a través de la textura y los trazos. Continuaron con mujeres, con grúas y selvas. Su obra se multiplicó, su presente prolífico la encuentra al frente de su casa reconvertida, otra vez, en galería de arte.


La Casa Naranja


La casa de Graciela Mosches es su propia galería. Allí expone su arte, da talleres de distintas disciplinas, y los artistas de la zona pueden desplegar allí sus obras. A no más de 5 cuadras desde la estación de Ituzaingó, La Casa Naranja se convirtió en un espacio obligatorio para todo artista que quiera hacer conocer su obra.

“Otra vez abrí mi casa. Puse un montón de guita para que sea una galería. Vivo en un espacio pequeño, el resto es galería. Quise armar una galería con talleres. Empezamos en 2012. Fue maravilloso, fue mucho esfuerzo, mucho sacrificio. Sigue siéndolo, dio sus frutos porque me di cuenta de cuanta gente vino, siempre lo hacemos con música, con todo. Acá se enseña hoy danza para niñas. Danza clásica y española. Yo doy clases de pintura. Dibujo y pintura, va a haber un taller de experimentación artística. Después está el taller de Daron los jueves. Él expuso acá, ganó menciones, entonces tuvo su exposición acá”, explicó Mosches y continuó, “La traté de armar como una galería en serio. Hoy se conoce La Casa Naranja, siempre fue lugar de reunión”.


El Vagón de la Cumelen

El espacio que hoy ocupa la plaza Cumelen en Castelar Norte, era un pequeño sector ferroviario, próximo a los galpones del depósito Castelar, que se utilizaba como playa de maniobras o bien como depósito de formaciones. No obstante, con el deterioro de la red ferroviaria del país, quedó en desuso y en el lugar, además de vías no utilizadas y basura, quedaron varios viejos vagones de carga de madera. Uno de ellos, el mejor preservado, se lo dejó y acondicionó durante los trabajos que le dieron origen a la plaza. El vagón identifica a la plaza y se la conoce como La Plaza del Vagón más que por su nombre real.
El Vagón de las Artes, el nombre dado luego al vagón, llevó durante más de una década una pintura realizada por Graciela Mosches tras ganar un concurso del Municipio de Morón para transformar e intervenir el vagón y darle una imagen única que acompañó a la nueva plaza.

“Mandé una maqueta del vagón, para que se vea la obra en tres dimensiones. Gané el primer premio, lo mejor que me podía pasar a mí era pintar un vagón. No estaba la plaza aun en ese momento. Quería un vagón andante, pero me dieron ese. No había árboles, había escombros, recién estaban empezando a limpiar la zona. Fue por el cumpleaños de Castelar. Tardamos un montón porque yo trabajaba toda la semana y teníamos el fin de semana para trabajar en la obra. Los vecinos nos daban agua, los del ferrocarril nos daban tereré. La experiencia del arte público es maravillosa, porque vienen y te hablan. Y vos a tres metros le tenés que contestar. Nos decían mucho 'Que bueno lo que están haciendo, y con todo lo que está pasando'. Me llevó como tres meses, fue una experiencia maravillosa. Como estaba muy crudo el vagón, era una madera maravillosa pero de 1902, seca. Teníamos que cubrirlo con capas muy espesas de una pintura que no era solo pintura, más fuerte como para proteger la madera, hubo que lijar, tapar agujeros. Llevó muchísimo tiempo la base. La hacíamos entre tres y dos, con una escalera que nos habían prestado, la guardábamos en una casa de enfrente, o del costado. Adentro del cajón todavía vivía gente. Nosotros veíamos que desaparecían tornillos o cosas. Un día nos sentamos en el arbolito, el primero que había en la plaza. Y empezó a salir gente de abajo del vagón. 'Parió el vagón' nos dijimos; eran tres, era una habitación maravillosa. Acordamos que nosotros no los denunciábamos y ellos nos cuidaban el vagón. Nos asustamos muchísimo cuando salieron, pero después siguió, duró unos 10 años intacto el vagón. Después empezaron a grafitearlo, me llamaron de Morón para restaurarlo, me dieron la pintura y lo recuperé, en el 2010, con alumnos de la media 8. Y volvió a ser el vagón”, recordó sobre la obra en el ícono de la plaza.

“Cuando hice la obra estaba en la época de la obra irregular, cada panel del vagón tenía una obra irregular que de alguna manera se unía. De lejos parecía un grafiti, toda la gente quería leer qué decía. Estaba representada la alegría, los ojos siempre te miran, son los ojos de la memoria, de los que están y de lo que somos. Los ojos están siempre en la obra, está la cara del vagón. Los distintos paneles mostraban algunos danzando, siempre con un ojo y una cara, es la mirada de la sociedad o de nosotros adentro de esto. Había figuras, había historias, de gente dándose la mano, de figuras que tienen que ver fundamentalmente con los que no tienen rostro, con los que no están y la justicia no había hecho nada. El color tenía que ver con la naturaleza, lo gris era la gente. Yo sentía que la gente era gris. Y la naturaleza a color. Cada panel tenía un significado, un gran rostro, el portón de frente tiene una mirada. Cada uno de los formatos hacía una máscara donde adentro había gente en distintas situaciones con la naturaleza. Cuando vas a un concurso tenés que reflejar el pueblo en donde te eligieron” resumió.

A poco más de una década de la inauguración del vagón, y tras las pinturas y grafitis que modificaban la obra original, la municipalidad decidió repintar el vagón. En una primera instancia lo hizo en un sólo tono, naranja. La actitud del municipio fue tomado como un avasallamiento sobre la obra de Mosches y sobre un “adorno” de la plaza que el pueblo tomó como propio.

El domingo 12 de octubre se realizó La Minga, el clásico festival de arte joven organizado por el municipio en donde finalmente se le dió la posibilidad a Graciela Mosches de revivir uno de los paneles, “la cara”, del vagón. El diseño siguió las líneas originales, pero más acorde a la actualidad de la obra de la artista, lleva más color. El resto del vagón fue cedido por el municipio a otros artistas que plasmaron su arte en los distintos paneles. Además se realizaron instalaciones de seguridad en el vagón con el fin de que se transforme en un escenario. La obra de Graciela Mosches perdura, aunque ya no completa, dándole forma y color a la plaza Cumelén.
“Más allá de lo que yo quiera decir, la obra la cierra la gente, porque esa es la comunicación. A veces te dicen cosas maravillosas que uno no vio. Y es muy bueno. Para mi cualquier obra es una búsqueda, es una página de un libro que estas escribiendo, nunca dejas de buscar, porque si encontrás, ya está, no haces más”, finalizó la artista.

Entrevista: Gabriel Colonna
Redacción: Leandro Fernandez Vivas

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