"Memorias en el Tren Sarmiento" por Olga Noemí Sanchez
De repente, su vista fue más allá. Se perdió dentro de su mente que buceaba en el pasado. En ese pasado de los 80’, 90’ donde todas las mañanas y todas las tardes, cargaba a sus hijos. En realidad, al principio viajaba sola y luego de unos años con el menor. Un bebe de seis meses que iba muy cómodo en el portabebés y el mayor de apenas 3 años, de la mano, llevando además el gran bolso para pasar toda la jornada laboral en la guardería de la empresa. Qué difícil era llegar hasta Alem y Sarmiento. Y luego regresar a Castelar, donde los trenes atestados de trabajadores colgados de todos lados, iban y venían con las puertas abiertas. Soportando el calor. Los olores. Y esa música que transmitía el andar del tren, “quetrenquetren- quetrenquetren”, la hacía cabecear casi en una duermevela con un solo ojo. Apretando a esos niños contra su cuerpo. A veces le daban el asiento y otras, la miraban reprobando su accionar. El bebé colgaba el cachete y su cabeza parecía pesar una tonelada. El otro, al que lograba sostener apenas, se quedaba dormido parado. La avalancha para bajar en Once era tremenda. La inercia del público los arrastraba sin piedad. Los pequeños lloraban porque los empujaban. Ella les trasmitía palabras tranquilas y de consuelo. Mientras les recordaba que debían apurarse porque todavía, quedaba un viaje en subte y caminar cinco cuadras.
Las estaciones pasaban y con cada una, ella veía pasar su vida. Primero sola, joven, bien vestida, sonrió al recodar. ¡Cómo podía correr con esos tacos! Luego con panza de su primer embarazo, imposible correr. Más tarde con un bebé. Ver el crecimiento de su primer hijo a lo largo de casi tres años. El último con nuevo embarazo incluido. Con ellos, de 4 y 1 año, de 5 y 2 año. ¡Qué difícil era hacerlos caminar! Sonrió para sus adentros, por todo lo que lloró en esos tiempos difíciles. Cuánta vida pasó viajando en ese tren.
Luego, con su marido desempleado y la dificultad para conseguir empleo en Buenos Aires. Vinieron esos años de trabajo en la Patagonia. El estar a 1500km de los mayores conflictos, les dieron ese tipo de respiro que genera el tomar distancia de todo lo que les hacía daño. Para la vuelta, los desacuerdos no existían y los chicos ya eran grandes.
De repente, le vino a la memoria un hecho en particular, era volviendo a su casa. Estaban en Miserere, habían logrado ubicarse en un vagón de la mejor manera para bajar cómodamente. De repente, por los parlantes se escuchó: “Tren a Castelar suspendido, repito: Tren a Castelar suspendido, deberán bajar de la formación, dirigirse a Estación Once”.
La orda los sacó a los empujones y sin saber cómo, se vieron subiendo a un tren rápido a Morón y luego, que Dios los ayude.
Era una tarde calurosa. El vagón del tren estaba hirviendo, por el calor ambiente y la gran cantidad de gente. Los chicos aplastados: Lloraban, transpiraban, bufaban, protestaban. Los improperios hacia su persona eran irreproducibles. ¿A qué madre se le ocurría subir con criaturas a un tren así tan lleno? Para mis adentros, les respondo: Solo a una madre que necesita trabajar y llegar a su casa lo más rápido posible. Eran otras las épocas cuando alcanzaba con que trabajara el hombre, pensaba ella.
De repente, casi un malón de personas en tropel, se fueron acercando a las puertas para bajar. El tren estaba llegando a Morón. Ella intentó acercarse a la puerta contraria. Así, estaría preparada para bajar en Castelar. No pudo. Fue imposible. Estaba frente a los asientos de cuatro de atrás del vagón. Con un hilo de voz, preguntó a los que estaban sentados - ¿Alguien baja en Castelar?-. Uno medio dormido asintió y murmuró: - Pero bajo por la ventanilla-. Tuvo una estación para pensar qué hacer. Entrando a Castelar se atrevió y dijo -¿Nos ayudaría a bajar por ahí?-. Y allí, una vez parado el tren en el andén, se vió pasando a las criaturas, bolsos y saliendo ella misma de esa manera. ¡Qué locura! Hoy, con la inseguridad, sería impensado.
Nuevamente volvió a la realidad, había llegado a Caballito, su amiga la esperaba en un bar cercano a la estación. Su último pensamiento antes de bajar fue que sus memorias formaban parte de ese tren.
Olga Noemí Sanchez, integrante del taller literario de Analía Bustamante
Foto: Luis Beltran